Otra vez. La luz asesinada me clava al colchón. Afuera, los perros ladran y se mastican entre sí por un pedazo de carne azulada que dejé caer antes de superar la puerta. Bajo el techo quemado que ofrece la oscuridad vuelvo la mano al pecho y descubro otro agujero líquido que late, caliente, apenas por encima del estómago. Los dedos, fuera de cualquier control, se apresuran en ubicar los límites del pozo ahora peinado por tejidos, venas y nervios que se mezclan con el aire pesado de tabaco como lombrices tostadas por el sol. La maraña de falanges se pierde entre los pliegues ásperos de una caverna esculpida sobre huesos que, inflamados, mienten una blancura perdida entre colmillos y collares sin nombre. Uñas que atacan la saliva canina que forma charcos y amenaza inundar el aljibe nacido de cientos de mordeduras impensadas. Una palma llama a la otra y el agujero se ensancha. Dejo que los dedos se empapen en un petróleo que adivino espeso a la sombra del foco apagado. Los dedos...