Existe

Acabo de preparar café. Seguí la receta de mamá: detuve el agua antes del primer hervor, cubrí la mitad del colador con el polvo de los granos molidos, y luego, suave, me ocupé de volcar el líquido incoloro, majestuoso, entre remolinos de vapor urgente y pequeñas pausas. Ahora, con sumo cuidado, trepo a una silla alta; cubierta en el asiento con un almohadón repleto de plumas de ganso. El detalle es relevante, vital diría: procuro evitar, anticiparme, a esa puñalada oscura, una suerte de escozor vestido de agujas, que castiga mis nalgas cuando decido pasar toda una noche sentado. Inmóvil.

Júbilo. Conmoción. Llegó. El. Fin. De. Semana. Añoraba el reloj muerto. La camisa marchita y un pulpo de corbatas deshilachadas. Los zapatos, tapizados de talco apelotonado, naufragando en el lavarropas vacío. Sin brillo. Así, puedo comer algo bajo la atenta cavilación de mi padre; apagar todo: música, televisión. Y apostarme. Inclinar la frente, adormecer medio kilo de pelo detrás de las orejas, y dejar que una ceja destierre el sueño al pie de la mirilla de mi puerta. Forzar la pupila vidriosa contra un cristal perfecto, mínimo, diáfano: revelador. Observarlo todo: eso me agrada. Vigilar. Descubrir. El pasillo interminable; perfumado de lavanda; acechado (sin descanso) por un batallón de cucarachas camufladas. Sexto piso. Doce departamentos. Cuatro ascensores. Y una escalera de mármol blanco; pasadizo escalonado que -si mal no recuerdo- nunca me atreví a desafiar.

Descarto las salidas. Los rituales de sábado y domingo son algo que detesto; momentos en los que me dedico a vomitar entre llamados al estilo “Leo, ¿te venís con nosotros a tomar algo?” o emails firmados con un infantil “todavía pienso en vos”. No te rías, mamá, sabés bien que rara vez caigo en la exageración. Como ya lo dije: prefiero mirar. El objeto antes que la representación. Abordar el universo desde la finitud de mis sentidos. Quizás por eso, los estandartes me causan Alergia. Asma. Soriasis. Evito contaminarme con ese delirio icónico, trampa simbólica, invento indicial, que distingue, no sé, a un logo. Una bandera. Un escudo (“En unión y libertad”) Como si apreciar el hedor de las caries, la rigidez de media uña, o las cicatrices de un niño quemado, fuera pecado. Grave error. Gracias, papá, el que calla otorga: tengo razón. Un voto a la empiria. Y otra confesión: también me irritan las mediaciones.

Alguien escupirá: “una mirilla es una mediación”. A lo que yo contestaré: ¡qué me importa! El mundo es como se me antoja pensarlo... Energía a la que doy vida a través de mi voz, lo que almuerzo y lo que cago; mis lágrimas, sangre, olor a transpiración y espermatozoides. Mamá: te va a doler el cuello si no cambiás esa postura. De este modo, concluyo en que todo aquello que turba mi carnalidad, que puedo aprehender, es un objeto. Existe. Realmente existe.

Por eso, evito que mi departamento se asemeje a una convento repleto de fotos, naturalezas muertas, almanaques o libros. A todo lo he reemplazado, poco a poco, por aquello que denota. Y lo imposible de suplantar, a través de materia viva básicamente, he decidido borrarlo de mi mente. Condenarlo a la extinción. Desterrarlo. Sólo respeto lo que mi percepción táctil, gustativa, olfativa, visual; dimensión y volumen, define como concreto. No importa el estado de las cosas, la acción del tiempo y el espacio. O el polvillo. Las arrugas. Cientos de gusanos que, moviéndose al ritmo de un tango histérico, depositan huevos, larvas, sobre un tejido azulado. Verdoso. Pestilente. No pronuncié ninguna mala palabra, viejo, tu gesto no va a intimidarme. Ahora, reboto sobre la silla y espío. Al vecino del “C” por ejemplo, un gay que, en varias oportunidades, desfiló ante mi ojo, desnudo, cubierto de mierda de nalgas a tobillo, tras un amante que, a medio vestir, huía apresurado de un piso en cerrado silencio. O a los García, un matrimonio de cuarentones algo particular: los vecinos celebran su amor en el pasillo, semana por medio, mediante una sinfonía que incluye trompadas, vajilla rota y patadas en el útero de la mujer. Obviamente, todo finaliza con un recital de inquilinos quejándose ante el portero de turno. Me encanta. Vos hacías lo mismo ¿o no vieja? Escrutar. Los expertos (no se sabe en qué) lo afirman: incentiva la imaginación.

En cuanto una situación imprevisible se plantea en el corredor, digamos, un ventarrón de labios chupándose, senos manoseados con torpeza, penes sugerentes apoyados en vaginas encubiertas, intento, con esforzada clarividencia, efectuar una reconstrucción de los hechos; sus causas y consecuencias: tendría que haber sido escritor. No tengo dudas. O guionista de radio. No sé. El punto a destacar radica en que, ante un acontecimiento revelándose a mi curiosidad, pugno por ordenar el desequilibrio de acuerdo a precisiones cercanas al exordio, nudo, y epílogo. Me concentro en reconstruir la historia. Completar la secuencia. La afeitada al ras te hace más joven, papá. Aunque mis remeras, discúlpame que te lo diga, aumentan tu panza ¿o comiste legumbres a escondidas y ahora estás hinchado? Si el gay ruega a su amante por un instante más de pasión, el razonamiento es obvio: el cola loca es promiscuo, y su compañero anal ha desenmascarado, finalmente, la naturaleza infiel del compungido. Eso permite explicar el tumultuoso epílogo; la escena de telenovela venezolana cerca del ascensor. ¿Ven qué fácil resulta? Otra muestra: los García, para no perder la costumbre, se insultan a pasos de la escalera. La mujer, con envidiable puntería, escupe a su marido en los ojos. Grita. Amaga un sollozo. El tipo, limpiándose las mejillas con el revés de la mano izquierda aprovecha, con la derecha, a colocar un violento puñetazo en el mentón de su esposa. Aturdida, la dama flexiona las rodillas y, tomándose el rostro, se desploma sobre una pila de bolsas de residuos. ¿Cómo analizo esto? Nudo. Asistimos, gratis y en primera fila, a una danza de cortejo. Una hora después, mi pronóstico se confirma: los gemidos de la señora García conmueven el edificio. Está a punto de alcanzar el orgasmo.

Mastico el último trago de café. Hoy la actividad en el pasillo escasea. A ver: acaba de salir el enano que se esconde en el “H”. Pulsa el botón del elevador. Espera. Con la punta del pie, dá pequeños golpes en el suelo: parece llevar el ritmo de una canción. Ropa opaca. Cadena que se extiende desde el frente de una bermuda azabache hasta el bolsillo trasero de la prenda. Zapatillas de lona negra. El cabello, teñido profusamente de azul, no alcanza a disimular una ceja dispar; atravesada por un clavo de plata. Es otro ejemplar de Hardcore. Lo conozco de cerca: un sábado me atreví a escudriñar en su basura y debo reconocerlo: casi me masturbo de la risa. Encontré, en medio de cajas de pizza y restos de milanesa de soja, un centenar de figuritas de Las Chicas Superpoderosas. Duros, temerarios, y rebeldes de apariencia. Qué gracioso. Unas pendejas por dentro. Repulsiva contradicción. La juventud cada vez viene más imbécil: no tengo dudas. Igualmente, tal certeza me permitió, con el tiempo, optimizar mis previsiones: en años anteriores, no me molesta asumirlo, solía confiar en que el gusto da cuenta, con perfecta exactitud, del real desarrollo de los individuos. Que habla mucho de las personas. De seguro, fue durante la época en la que me atreví a torturar mi intuición mediante un consumo casi obsesivo de los escritos necios redactados por Pierre Bourdieu. La noción de habitus, y el calabozo suicida que supone el aferrarse a los límites fascistas del estructuralismo. Con el transcurso de las horas, comprobé que estaba en presencia de una farsa. Que las generalidades y las clasificaciones perpetuas sucumben, por fortuna, bajo la suela embarrada de la experiencia. Del choque de la carne con la carne. El hambre. El sueño. Las ganas, insobornables, de saborear el clítoris de una adolescente virgen. El quiebre con lo determinado. ¿Eso que vuela es una mosca? Tranquila, mamá, en cuanto se pose sobre tus labios, te lo juro, la aplasto con mis pantuflas del Rey León. Odio las representaciones. Créanme.

Jamás permití que mis padres colgaran un mísero retrato en el living del departamento. Y los obligué a desechar un sinfín de estampitas de la Virgen de Fátima (o de San Cayetano) que pululaban por ahí. Aborrezco al Catolicismo: el videoclip, la fotografía, el sometimiento a las imágenes: la cultura del significante tiene su origen (acumulo pruebas) en los monasterios. Me remite a un simbolismo inocuo que desprecio. Antes que eso, prefiero a los musulmanes. Ellos adoran a un Dios sin perspectiva ni colores. Qué olor, papá, en un segundo voy por más desodorante... Esperá. Es cierto: los hijos del Islam no descartan a la palabra como matriz que refiere a otra cosa, pero al menos no reverencian, dóciles, cobardes, a una estatua de cemento que, como todas, con el avance del calendario, finaliza transformándose en un depósito para los desechos de paloma. Caminen hasta la Plaza de Mayo sinó. Observen. Respiren junto a las plumas. Traguen maíz. Hagan la digestión (con la cabeza hundida entre los hombros) Comprobarán que, a los pocos segundos, el intestino comienza a inquietarse. A bramar. Luego, una puntada a la altura del ombligo. Enseguida: un gas. Tímido. Denso. Asesino de narices con título universitario. Al instante: otro. Después, todo se limita a corretear por la hierba. La frente empapada de sudor. Saltar. Aletear. ¿Puedo cagarle la blusa a una empleada ejecutiva que almuerza en el lugar? No. Entonces: a las estatuas. Una mancha blanca, granulada, fétida, desbordante de hilos espesos y mucosas surrealistas, sienta bien (lo juro) en el hombro del Libertador José de San Martín.

Rodeo la mirilla con mis pestañas. Cabalgo la flexibilidad del asiento que ocupo. Por lo general, trato de alternar entre una pupila y otra. A veces un pinchazo, una lámina de saliva turbia que escapa a mi ojo, me obliga a clausurar mi puesto de vigía antes de las 4 de la mañana. Pero mi turno, pasatiempo de los eternamente despiertos, trato de que siempre concluya con la claridad de la mañana siguiente. Cómoda sobre el sofá, mamá sonríe vagamente, y me dedica una mirada tierna, comprensiva. No entiendo como logra mantenerse tanto tiempo despierta; sólo contemplándome. En algunas oportunidades, cuando era chico -y ahora también de grande- he bregado por sostenerle la vista a mi madre. Jugar a “El que pestañea primero, pierde”. Pero, más allá de mi orgullo y esfuerzo, jamás pude vencerla. Voy por más café. Desde que abandoné la nicotina, no hago más que consumir, en cantidades exorbitantes, una acotada variedad de ponzoñas alternativas. Controlo mi intranquilidad. No te levantes, vieja, no me cuesta nada preparármelo otra vez. Quiero que descanse, ha trabajado demasiado ya... Admiro la relación que, desde hace un buen tiempo, mantiene con mi padre. Sin palabras. Sin gestos. ¡Y él la respeta tanto! Nos respetamos todos. Así, sospecho que mi amor por el silencio es, detalles al margen, hereditario.

Te pongo un almohadón, para que mañana no te duelan las cervicales. Acomodo, con suavidad, un flemón de lienzo celeste, acolchado, detrás de papá, que por nada interrumpe su interés en la sección Policiales del diario que descansa sobre sus rodillas. ¿Para qué necesito un álbum familiar si los tengo a ellos conmigo? ¿Si puedo abrazarlos cuando lo deseo? Peinar a papá. Convidarle alfajores a la vieja. Vuelvo a la esfera fría que atenaza mis párpados. Percibo la superficie bruñida del cristal. Franqueo la puerta sin moverme. Y el pasillo; el edificio entero; me pertenece...

Una mujer aguarda el ascensor. Morena. Me gustan las morenas, sobre todo, si presentan rasgos latinos. Con esto me refiero -para ser sincero- al cuerpo (no al rostro ¿eh?) Las morenas latinas -y dudo que alguien pueda discutírmelo- se distinguen por disponer de un buen par de senos (rara vez desmesurados, eso sí...) y un trasero que, redondo en la adolescencia, tiende, durante los primeros años de adultez, a ensancharse y volverse un cuadrado ondulado, esponjoso, exuberante. Si bien lo angosto de la cintura se mantiene, las caderas engordan y exigen. Suplican por una caricia; un roce de lenguas pegajosas con destino de entrepierna líquida, grasienta, un minuto antes del amanecer. Riquísimo ¿o no mamá? No, vieja: hoy no quiero explorar bajo tus polleras. Papá está presente: no le faltemos el respeto, por favor. La morena aborda el ascensor y el haz amarillo, artificial, que proyectan los focos del elevador, se apaga en el pasillo. El agua está a punto de hervir: un minuto para apagar el hedor del ambiente mediante el perfume viril del verdadero oro negro.

Ya en mi puesto, saboreo la tinta azucarada. El café quedó realmente fuerte. Colombiano, ése prefiero: el grano brasileño genera un brebaje que, lamento decirlo, huele y sabe a meada de perro. Del bolsillo de la camisa, extraigo un gotero transparente: los ojos me arden. Luego, descanso, por unos minutos -en el reloj que pende sobre la alacena de la cocina- la multitud de suposiciones que he meditado para esta noche. Vuelvo el iris a la mirilla...

Y, estupefacto, percibo como, sin previo aviso, me derrumbo hacia atrás. Ruedo violentamente de mi asiento. El café derramándose... un petróleo ácido, caliente, que me descuartiza el cuero de las manos. El pecho. Los labios. Un “no no no, es imposible...”. Otro “sólo yo puedo hacerlo” en el aire, antes de estrellar mi cabeza contra el empapelado de una pared que me vigila. Porque sólo a mí me toca ver, dar cuenta de los objetos. Interactuar. Sólo a mí. Fumigar con perfume francés a papá y mamá. Modelar, jugar con sus rostros exánimes, a veces blandos, a veces rocosos, de acuerdo a mis caprichos. Torcerles, creativo, las facciones. Obligarlos a sonreír, mostrarse sorprendidos, o simular un lloriqueo, según el humor con el que yo me haya levantado ese día. Odio las representaciones. Prefiero la putrefacción de lo que me pertenece. Soportar el olor de las vísceras desintegrándose. Limpiar los líquidos que, a cada hora, se desvanecen, caudalosos, entre los pelos de la alfombra. Sacrifico todo con tal de no resignar este poder que me distingue.

Y ahora ¿cómo puede suceder esto? ¿por qué, viejos? Si yo los oculté muy bien... Los disimulé mejor... ¿Cómo explican que, al enfrentar el agujero de vidrio, me encuentre con otro ojo observándome? Desde el exterior de mi departamento... ¿Y ese otro párpado? ¿esa otra pupila? No puedo soportarlo. Que alguien me contemple. Me domine. Me asesine. No puedo...

Por fin, cuando la puerta cae y las piernas me atropellan, aprieto la boca; clausuro la nariz, hasta irme. Puedo hacerlo. Un ligero pestañeo -ojalá sea el último- me ayuda a confirmar que los nuevos curiosos son policías. El olor de los cuerpos debe haberlos atraído. Como yo, se han cansado de especular a través de las mediaciones y han venido por los objetos. Necesitan Verlos. Tocarlos. Olerlos. Saborearlos. Oírlos. Aunque la quietud dicte silencio, fermentación: exigen la experiencia directa. Pero ya no importa. Egoísta, apago mis ojos; las imágenes que ya nadie podrá recordar. El control aún es mío. Enseguida, frenético, aprecio el remolino de una ventisca anónima; la suavidad de un paño negro que, autoritario, de pronto me cubre. Acaricia mi rostro. Mi nariz. Es real. Desde la cloaca sombría que ahora me transporta, puedo contemplar la tela, casi sin fatigarme, en la que considero su admirable totalidad. Existe...

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