Memorias vulgares de una madera sin timón

Al inolvidable Gustavo Malomo...
- ¿Cómo que... ?
Endeble.
- Sí... anoche... fue de manera inesperada. Fíjese que recién se había acostado...
Endeble.
- Pero... no puede ser... Me deja sin palabras...
Endeble.
- Igual... no se preocupe... Gracias por llamar.
Endeble.
- ...
Endeble.
Fuera, teléfono celular. Fuera. Hundo la frente entre mis rodillas de jeans sin lavar. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo? Angustia sin letras que expliquen la torpeza de un balbuceo vacuno. Ni siquiera un ventarrón estival capaz de desgarrar el pavimento a fuerza de una mentira piadosa. Ni siquiera un estornudo de sangre anaranjada que derrita la inocencia; esa torpe sensación de eternidad que vociferan mis talones al superar las horas. Fuera, teléfono celular, fuera: botones lanzados al vacío. Estómago que niega la avidez del mediodía: trepo a la calle: taxi “adónde va...” y medio escarbadiente a un costado para ladrar dos “Acelere... acelere, por favor...”.
- A Franklin y Río de Janeiro. Lléveme ahí...
- Mire... me encantaría, pero no va a poder ser...
No nos separamos de la acera. Aceleración que desacelera. Alguien golpea el cristal trasero y ofrece un ramo de jazmines. Flequillo y patilla que dicen que no y mirada en la nuca a una sombra que, mascando chicle, suelta el acelerador; pone al Fiat Siena en punto muerto y duerme el peso de la rodilla en el pedal de freno.
- ¿Cómo que no?
- Es que, vea... La esquina de Franklin y Río de Janeiro ya no existe más...
- ¿Qué me está diciendo?
- Lo que oye: hace 5 años que no existe más. Ahora, en ese lugar hay unas instalaciones del gobierno.
- Es un chiste...
- No, jefe... usted es del interior ¿no? En el lugar que menciona ahora un hay un complejo de canchas de fútbol 5, creo. Y algún que otro cyber...
- Andate a la puta madre que te parió.
Desgarro la puerta de una patada. No me he movido: Córdoba al 2900. Semáforo en escarlata y, sin darme cuenta, me encuentro nadando en la senda peatonal. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo? Sí, me voy a hacer una escapada hasta lo de Ariel, pienso. Paso y brazadas triplicados en su agitación. Pulmones de anciano en pánico. Yo, que ya ni fumo. Casi al trote y disfrazado de camisa abierta en febrero; pecho lampiño transparente de miel salada. Ja ja ja, tendrías que verme. Vos tendrías que verme...
Tit. Tiiiiiiiiiiiiiittt...
Eléctrico. Portero. Eléctrico.
Tit. Tiiiiiiiiiiiiiittt...
- Hola ¿Ari? Soy yo...
- ¿Con quién quiere hablar?
- Sí... busco a Ariel...
- ¿Qué Ariel?
- Ariel Moncada, señora... ¿hablo con el 6º “D”?
- Sí, el mismo... pero acá no vive ningún Ariel Moncada.
- ¿Cómo puede ser? Tiene que haber una equivocación... Ayer estuve en este mismo departamento, señora, tomando mate...
- Mire, para mí que usted está confundido... el único Moncada que vivió en este lugar murió hará cosa de... 15 años. Fue precisamente a ese señor al que mi marido y yo le compramos este inmueble, ¿me entiende?
- Me está jodiendo...
- ¿Y usted quién es? ¿Por qué pregunta tanto?
- Me está jodiendo...
- ¿Usted quién es? ¡Conteste!
- Qué le importa...
Qué le importa. Qué te importa. Qué me importa. Pasto de las baldosas: soy el alimento de un inesperado anonimato de rostros conocidos. Sumo la manada de ojos vacantes que se interponen a mi andar de madera sin timón. Plaza Houssey. Ilusiones de granito que amasan copos de azúcar con piel de algodón. Perros sin pasear que, derrumbados de cuatro patas al techo nuboso, claman por un diluvio que jamás llegará. Sólo un niño me sonríe al pasar. Luego, y a la sombra de un álamo testigo de incendios provisorios y orina de mendigos con sed, dos gatos ensayan un zarpazo cuando, ciego, alzo el dedo índice para tocarlos. Al fin. Harto de los minutos y el juego, uno de ellos clava su único colmillo en el revés de mi mano pero... no sangro. Hundo el pulgar en ese oscuro orificio de tejido inquieto pero... no sangro.
A no perder el reloj. A no perderlo que el mediodía se hace tarde mientras el cabello promete languidecer. Pie que empuja a otro pie. Y ya, a dos cuadras de la casa de mi padre -el mismo que promete cambiar pero sólo cambia de promesas- tropiezo con el gordo encargado de su edificio. Sabe cuánto me acordé de usté, chilló desde su cuello de damajuana. No, no sé... ni idea..., murmuré, sin aflojar la marcha.
- Y... no es para menos... Hoy se cumplen 23 años ¿no?
- No sé de qué me habla...
- Está bien, créame que lo comprendo...
Con los ojos violentos, su garganta de vidrio ya es un trapo sucio entre mis manos. ¿Qué cosa comprende, eh? Lo escupo ¿Qué cosa, idiota? ¿Qué 23 años? Espere. Está bien. Está bien. No quise molestarlo, gimió para luego escabullirse de mis dedos cual serpiente mojada. No volverá a pasar, musitó, antes alejarse a la carrera: repartiendo patadas, codos, y hombros, a cientos de menhires de barro en tránsito al supermercado más barato.
Sordo. Caigo de espaldas en el asfalto incandescente. Por ello, cuando el semáforo muta en hierba fresca yo aun sigo ahí: recostado en medio de la avenida Córdoba. Acariciando, sin prisa, el cuero puntiagudo de mi barba de dos días. El primero de los autos que avanzó al producirse el cambio de luz -creo que un Peugeot 206 hecho taxi- apenas si me produjo una ligera cosquilla: se deslizó sobre mi cuerpo, besándome los muslos, con ese andar veloz que distingue a los abatidos. Escozor desapercibido. Hora y media más tarde un mono amarillo, apuñalado en la boca por un cigarrillo armado, agita la mandíbula para librarme de mi somnolencia. Tras atropellarme con su Renault Clío, balbucea:
- ¿Piensa quedarse todo el día ahí?
- Sí, ¿por qué?
- Bueno, porque hoy no es día de peatonal precisamente...
- Ja ja ja... Peatonal... el día que esta avenida sea peatonal, yo seré presidente de este puto país...
- Ja ja... ¡Pero qué humor tiene usted! Ahora, levántese hombre, a ver si todavía le pasa algo...
- ¿No entendió? Acá me quedo...
- Ya le dije... Mendoza se hace peatonal solamente los días domingos a la tarde... y hoy recién es jueves.
- Pará ¿de qué Mendoza me hablás, pelotudo? Si ésta es avenida Córdoba...
- Ja ja ja... la verdad que su ingenio hace que le perdone el insulto. Maestro: hace 7 años que esta calle se llama Mendoza. Su “Córdoba” no existe más, muchacho.
- Pero... no entiendo... ¿para qué te gastás en decirme todo esto?
- Pues, porque yo pasé por lo mismo. Y no es lindo andar perdiendo el tiempo, che. Ahora, levántese, no vale la pena...
Ausente. Me relamo desde mis propias vísceras hasta reconocerme. Pero no puedo. No puedo...
- Entonces, ¿dónde está todo?
- Bueno, ese todo ya no está, viejo. Es otro...
- ¿Cómo que otro?
- Sí, es un todo diferente.
- ¿Y cómo es que no me di cuenta?
- Nadie se da cuenta... Si no, nada tendría gracia. De un día para otro, la cosa es distinta: así funciona. Mire para arriba: si se fija con cuidado notará que hasta el sol es otro sol.
- Entonces, lo que soy... mi gente... ¿Dónde está?
- Ah! Su gente... A ver, espere que acomodo el auto... aunque sea en doble fila.
- ...
Colmo de la negación: que un labio inesperado te devuelva a tu propia carne. Sí. No. Capacidad de las horas para transformarse en agujas rebosantes de misterio. Y a veces. Generalmente. Misterio y angustia usan el mismo par de zapatillas (cuando de trotar alrededor de un cadáver consternado se trata)
- Ahora sí. Iba a decirle: su gente anda por ahí. Cambió de barrio. Como usted ¿vio? Trabajando. Viviendo. Sólo que ellos, a diferencia de usted, ya asumieron que la vida cambia, toma otro color, perfume, y sabor, y tratan de ser felices ajustándose a los nuevos tiempos...
- ¿O sea que yo me tengo que manejar igual? ¿Hacer lo mismo?
- Claro...
¿Claro? No pude seguir. Con el oído atento a cada palabra. Hablando. No pude. Con vigor rescatado de una juventud en blanco y negro separé las piernas y, amo imprevisto del brinco desesperado, superé el techo del Renault Clío para luego rodar sobre la acera. Clavado a los mosaicos, disimulé el primer llanto y, enseguida, liberé pantorrillas hasta desvanecerme en la nueva avenida Mendoza. Ahora: cientos de automóviles me esquivan, atropellan, nombran, lastiman, estallan, capturan, vuelan, liberan. Pero jamás caigo. Ni siquiera juego a clavar una rodilla en la brea caliente del camino...
¿Cómo? Soy incapaz de entender, asumir, que mi todo ya no está. ¿Por qué? ¿Cómo? Que ahora eso no sea eso. Y sea otro. Se derrumba el día y yo, aburrido de estar cansado, desato la tranquilidad al pie de los bancos cementeros de la Costanera Sur. Escaleras de hormigón armado y espuma de choripan: la curiosidad que, otra vez, esclaviza a la quietud. Así, pétreo y exultante, descarto peldaños y atardeceres de citas amorosas a las que siempre asistí con dos días de retraso.
De vuelta (inútilmente) en mí, hundo las piernas en el lago de saliva marrón que, en horario corrido, escribe mentiras sobre los acantilados de la Costanera Sur. Clavo los tobillos y, al fin, el hedor gris se separa del agua: puedo verlos. Ya puedo. Están ahí. A los saltos, bailando, entre carcajadas, gritos y empujones; colgados de los árboles de la Reserva Ecológica. Ahí están: todos mis muertos. Aferrados a cada hoja verde clavada en la leña. Ahí. No puedo contener una risa inesperada. No puedo: con la camisa a medio desprender, veo que estoy con ellos. Ja ja ja. Con ellos...
Sin meditarlo.
Templado de vivencias.
Lanzo un suspiro de apetito satisfecho.
Destrabo el cuerpo.
Sí: el agua podrida no está tan fría como yo pensaba.
No está tan fría...

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