El Fibrón Negro

Desgarrar las cortinas... Y dispararle tres tiros al sol. Para hacer de Buenos Aires un terreno baldío que nos permita, otra vez, ponernos verdes. Como esas malezas que, vencida la lluvia, se burlan socarronamente de la basura circundante: juntos. Y no morir sino en la muerte de cada promesa hecha (y abusada). Y no olvidar -nunca, nunca, nunca- romper el último vaso de vidrio que nos sirvió, sin hielo, dos rondas completas del vino más agrio.

3 de febrero de 2006

Te veo desaparecer. Volverte ventanal sucio tras la puerta del ascensor. Y ya puedo preguntarme cuántas serán las nuevas malas noticias que hoy agusanarán esta alucinación de mañana. Media galletita. Sacudida de talco para pies. Y dejame decirte que, pese a tus manotazos de asaltada, a esta altura ya no importan ni tu depilación de entrepierna ni mi barba teñida de girasol carcomido por las hormigas. Ahora, en este promiscuo 01, 02, 03, de las 9 y cuarto de un martes sin huellas particulares aterrizo en el borde de la cama a esperar, entre somnolencias mal cicatrizadas, el primer puñetazo seco en el pecho. Y esa ácida sensación de imaginar que la mampostería del techo culminará, un día de estos, por convertirse en caspa entre mis hombros.

Reconozco la red y el dardo tranquilizante. También, el temblor en ese espejo del pasillo que, escuálido de visitas, apenas sirve para que te acomodes el pelo -y el gesto siempre inflamado de las cejas- medio paso antes del habitual “ya llegué” (Expresión que me incita, con la garganta repleta de goteras, a esconderme en el baño cual perro lastimado). Pinto en el aire, con las manos transpiradas en el bolsillo, cualquier máscara de sacrificio seco que incluya dientes desconfiados y una caricia tórrida atormentando las venas relajadas de mi mejilla. No te culpo: ya no me incomoda esta certeza de saber que, todos los días, muero un poco más. Ya no. Envejezco a la par de esas cruces, en fibrón negro, que adornan mi agenda de adolescente dispuestas a confirmar que atravesar los años es aprender a tomarle cariño a la Derrota. Sumisión. Impotencia. Cansancio.

El divertido que sabe una y mil formas de encadenarse los cordones de los zapatos. Que se levanta 15 minutos antes que todo Occidente para, tras patinar hasta un lavatorio que siempre despeja de cualquier pelo caído, enjuagarse la boca con abundante Colgate Triple Acción. Y así dejar como único motivo de tu malhumor mañanero su poca descartable presencia. Eso soy. Al borde de un reloj sin pilas y lejano a la llave de gas de la cocina: torturo mi memoria tratando de vomitar el último abrazo que no olió a cuenta pendiente. A pestañeo perforador de orejas distraídas. A mirada, por sobre el hombro, de implacable hembra mutilada.

Desdibujo el parquet con las rodillas y, televisor apagado mediante, ejercito la rutina de enroscar el codo, asignarle un número a esos lunares que nunca pienso arrancarme; dormir la encía resbalosa sobre los nudillos; recorrer, con un dedo temeroso, el hexágono de vetas que desfiguran la mesa del comedor: tuerzo la mandíbula, primero a la derecha -luego a la izquierda- para no acalambrarme mientras ensayo un ya confuso “te samo”, “te lamo”, “te ramo”, “te mamo”, “te amo”. Así, hasta que la enamoradiza jaqueca de todos los días me toma de la nuca. Y, tras mirarte con desprecio de reojo, apaga el velador: toda mi resignación puede, por fin, dormir boca abajo y con los pies destapados.

Te veo aparecer. Un estornudo apurado me anunció el pronto desembarco de tu joroba esculpida de cobardías compradas en cuotas y cautelas sin labios ni mentón. Ya puedo sacar el cotillón del cajón de bombachas y corpiños para que, blancos de papel picado, le demos santo bautismo a preguntas como “¿por qué no habré nacido dentro tuyo?” o convencimientos al estilo “maldigo la puta hora en la que decidí interactuar con el mundo antes de conocerte; si seré pelotudo...”. Y también habrá lugar para una carcajada de teatro griego: preguntaré cómo te fue, y si compraste un poco de pan francés para la cena.

Luego (atenta, que viene la mejor parte), y esquivando la botella de vino para no tener que levantarme a orinar de madrugada, rescataré la última miga de placer que duerme en el piso, junto al enchufe de la heladera que nos regaló tu padre, y taparé la angustia con la primera sábana perfumada que pagó tu sueldo. Que no te asusten mi cerco de pantorrillas. El fibrón negro rayándote la frente. Los cabezazos a la par de tus gemidos... Sí: las lágrimas que ahora te enfrían los pezones de ladrillo gritan, aunque no lo creas, que haberte encontrado ha sido una suerte. Y lo ha sido, también, el no haber dejado que huyeras en el momento justo.

Y lo ha sido.

También.

El no haber sabido escapar a tiempo...

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