Medio siglo de Maradona

¿Hay que ir al centro? Sí, hijo, vamos que seguro está todo el mundo. ¿Por qué tiraste ese vaso con agua, mamá? No lo tiré, hijo. Se me cayó cuando nos perdimos un gol. Es el 29 de junio de 1986. En un pueblo de menos de 1.000 habitantes, a unos 600 kilómetros de Buenos Aires, no falta nadie caminando a un costado de la avenida San Martín o circulando en auto. Luis Reyes en un falcon blanco. Lelo Beli trota agitando una bandera argentina… vestido con su camiseta de Boca. La combinación justa. Argentina 3, Alemania 2. Bocinas, gritos, abrazos y un permanente Que de la mano de Maradona, todos la vuelta vamos a dar. Y dimos la vuelta. Cantamos. Los 1.000 de ese pueblo de 1.000, por esa avenida de pronto hecha Estadio Azteca. De la mano de Maradona.

Ese, lo pienso ahora, es el primer recuerdo de Diego que se me viene a la cabeza. Yo era un nene de 8 años que vivía en un pueblo donde sólo se podía ver un canal de televisión y escuchar una radio. Canal 9 y LU2, ambos de Bahía Blanca. Y cuidado que no hubiera tormenta, porque sino directamente no se podía sintonizar nada. Maradona, como en tantos otros pueblos del interior de la Argentina, en aquel entonces ya era una religión. Como sucede hoy. Diego sonríe, y todos sonríen con Diego. Cae en coma, y los internados son todos.

Ha sido el talento que miles y miles hemos querido tener. La osadía, el carácter, la debilidad, el error y el corazón. Diego, Diego ¿qué serías sin tu corazón? ¿Qué seríamos muchos de nosotros sin tu corazón? El sentido innato de la justicia. El detector natural de debilidades que, sin parpadeos, sale a respaldar automáticamente al que peor la pasa. Por eso esta semana no dudaste en acompañar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner durante el velatorio de su marido. Y estuviste al lado de Carlos Menem cuando murió su hijo. Tu deber para con los que sufren no tiene banderas políticas. Ni rostros. Ni nacionalidades.

Por eso fuiste mágico y feliz jugando en Napoli y no en el Barcelona. Napoli es la ciudad de los postergados, la mancha de un imperio ya inexistente que los italianos más retrógrados borrarían de su mapa si pudieran. Fuiste y le pegaste a los ricos una patada donde más les duele: en el orgullo. Por eso jugaste en Boca. Por eso fuiste campeón del mundo comandando una selección argentina ultra cuestionada, repleta de jugadores torpes y picapiedras. Pero estabas vos. Nunca podíamos perder, Diego. Tu magia transformó en poetas a la manada de burros que Bilardo puso en cancha a tu alrededor.

El Mundial Italia 90. El tobillo destruido, la uña maldita, la renguera permanente. Jugaste en una pierna. Y de esa pierna salió la jugada genial y el pase a Caniggia que dejó afuera a Brasil. Cómo lloraban ellos, ¿te acordás? Aún lo siguen haciendo. Los insultos de los italianos a nuestro himno. Tu respuesta a las puteadas, a todo el estadio. Otra vez de tu mano, dejamos afuera a Italia en su propia casa. Los que ya te odiaban, ahora hacían fila para sumar desprecio. Después vino tu llanto, la final con Alemania otra vez. Te quisimos abrazar, todos, pero estabas lejos. Abrazarte y decirte Tranquilo, Diego, no se puede todo, ¿sabés cómo te queremos? ¿sabés que serás el mejor para siempre, y que ya no hay nada que probar?

Hoy, mientras escribo estas líneas así, desordenadas, medio dormido todavía, cumplís medio siglo de vida. Cincuenta años, 10. Reí y lloré con vos ¿cuántas veces? ¿diez? ¿cien? Hablé de vos y se me hizo un nudo en la garganta, a veces de felicidad, otras veces de congoja, ¿cuántas veces? ¿mil? Hace unos días le comentaba a un amigo mexicano: En casa de mi familia, si criticás a Maradona, te piden que te vayas. Te echan. Y lo mismo si lo hacés con Batistuta y Caniggia. ¿Y por qué con ellos también?, preguntó él. Porque jugaron con el 10, y son amigos de él. Eso contesté yo.

Esta semana le conté a unos amigos nuevos la vez que te di la mano. Como en aquel momento, tuve que hacer un esfuerzo para disimular la emoción. Ojalá la vida me permita volver a repetir el saludo pronto, Diego.

Hasta entonces, hoy, desde acá, desde mi casa, primero repito lo mismo que te dije en el momento en que estreché tu mano: Gracias. Muchas gracias. Y a eso le agregó otra cosa: Feliz cumpleaños.

Ojalá seas muy feliz, Diego.

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