Sobre Villa Epecuén, en el diario El Espectador de Colombia


El diario El Espectador de Colombia -uno de los dos medios gráficos más grandes de ese país y el de mayor antigüedad- acaba de publicar, en su revista Buen Viaje, un texto que escribí sobre la Villa Epecuén y los sucesos históricos que derivaron en su desaparición bajo las aguas.

Este artículo especial para ese medio se consigue en papel en ese país -ver foto, arriba- aunque también puede ubicarse una versión acotada de la nota haciendo clic aquí.

A continuación, comparto el texto completo publicado en Bogotá:


El agua que se tragó una historia

Por Patricio Eleisegui
Especial para El Espectador
Buenos Aires


10 de noviembre de 1985. 3 de la mañana. Las sirenas de los bomberos se vuelven una sola para anunciar el comienzo del desastre. Entre el caos de los más de 1.500 hombres, mujeres, y niños que saltan de sus camas esa madrugada de primavera, que se lanzan a las veredas en medio de la oscuridad, alguien susurra el primer comentario que pronto se hará una verdad común: el lado este del terraplén de piedra y tierra acaba de ceder. Y ese murmullo, ese gorgoteo que nace de la parte más negra del pueblo, no es más que agua deslizándose como una serpiente líquida sobre las primeras calles cercanas al lago.

Apenas una hora después, Villa Epecuén, aquella localidad turística fundada en 1920 a orillas de un espejo lacustre célebre por las propiedades curativas de su agua, se hace un trazado de canales agitados por cientos de vecinos, tanto de dicho pueblo como del cercano Carhué, desesperados por salvar de esa inundación que llegaría para quedarse los muebles de las casas, tal vez alguna ropa, cuanto menos un recuerdo familiar.

La crónica oficial destaca que la evacuación del pueblo resultó exitosa y sin víctimas fatales. Para los protagonistas de ese verdadero éxodo, algo murió para siempre entre las aguas del lago que entre 1950 y 1970 llego a atraer hasta 25.000 turistas por temporada. Hacia 1986 el pueblo, como un Titanic de cemento y asfalto soldado a la tierra, yacía a cuatro metros de la superficie. En 1993, diez metros de agua mantenían sepultada a la villa. Sus habitantes, instalados en su mayoría en la vecina Carhué –distante 12 kilómetros de la localidad anegada– poco a poco iniciaban el reclamo judicial por una catástrofe que pudo haberse evitado.

Situada a poco más de seis horas de Buenos Aires, la capital de Argentina, y famosa por ser una de las primeras exponentes del llamado turismo de salud, Villa Epecuén floreció durante la primera mitad del siglo XX merced a la riqueza natural del lago homónimo; dueño de propiedades minerales y una concentración salina similar a la del reconocido Mar Muerto que comparten Israel y Jordania. Según diversos estudios, el agua de Epecuén contiene una salinidad hasta cuatro veces por encima de la que ostenta el océano.

En su apogeo, la pequeña villa llegó a contar con hasta 185 hoteles, comercios, restaurantes, y complejos dedicados a la actividad turística. Visitantes de todo el país y el extranjero se llegaban hasta el lugar para sumergirse en el lago o en los circuitos de piscinas alimentadas con el agua de Epecuén para tratar dolencias como el reuma y diferentes problemas en las articulaciones y la piel.

Como en otras ocasiones, la decisión política borró en pocos años un reconocimiento construido a base de décadas de esfuerzos e inversiones para hacer del pueblo un punto de descanso alternativo dentro de Argentina.

El principio del fin hay que ubicarlo en los años sucesivos a 1960. En ese lapso, grandes terratenientes de esa zona llana de la provincia de Buenos Aires reclaman y obtienen la construcción de canales que vinculen espejos de agua aislados entre sí. El objetivo: asegurarse el riego de tierras fértiles para el desarrollo de actividades como la agricultura y la cría de ganado.

Nadie tomó en cuenta que el lago Epecuén comenzó a recibir más agua de la que podía concentrar en su superficie habitual, y que el espejo carecía de una salida natural que le permitiese escurrir el excedente hídrico.

Este permanente bombeo de agua hacia Epecuén, sumado a un período de lluvias torrenciales atípico para esa área del país –y que derivó en una inundación que, sólo en 1985, afectó a más de 4,5 millones de hectáreas de la provincia de Buenos Aires–, culminó con la ruptura de la única previsión tomada para controlar el crecimiento del lago: un rudimentario terraplén de piedras y tierra que, levantado en 1978, se extendía sobre el lado del pueblo que limitaba con el agua.

La muralla resistió hasta esa fatídica madrugada del 10 de noviembre de 1985. La condición de pueblo anegado en un territorio abarrotado por otras localidades, e incluso ciudades importantes, también perjudicadas por el flagelo de la inundación, hizo que la desaparición de Villa Epecuén pasara casi desapercibida para la opinión pública argentina.

Sólo décadas después, cuando el agua retrocedió y la ciudad de Carhué asumió el protagonismo dejado por Epecuén en la explotación del turismo de salud, la leyenda de lo que sucedió en ese recóndito lugar de la provincia de Buenos Aires empezó a hacerse conocida.

Hoy, ya totalmente descubierta aunque deshabitada, la localidad es un auténtico cementerio de edificaciones en ruinas que da testimonio de una de las páginas más tristes de la historia provincial.

No faltan los toures de visita a los escombros del que fuera un lugar signado por el lujo y el esparcimiento. Tampoco, los exhabitantes que, provenientes de distintos puntos de la Argentina, peregrinan al pueblo en búsqueda de un pasado dorado ahora blanco de sal y desolación. Porque algo murió para siempre en la profundidad de ese lago que un día rugió hasta ahogarlo todo. Pero en cada hombre, mujer, y niño que alguna vez habitó Villa Epecuén todavía sobrevive ese deseo de salvarlo todo.

Comentarios

Epifanio Blanco dijo…
Excelente y conmovedora descripción, Patricio. Gracias por tu semblanza. Temo que si la defino como aguafuerte pueda tener interpretaciones vinculadas al desastre mismo. Como te conté alguna vez, dos momentos me siguen cada vez que evoco Villa Epecuén: uno, tocar la cúpula de la iglesia desde la canoa en que los bomberos nos mostraban a los cronistas que cubríamos ese colapso, la dimensión del desastre y, otro, la desolación infinita de esa mujer de unos 65 años -mi edad ahora- que lo había perdido todo, todo. Agrego un tercero, patético, los féretros flotando hasta una orilla donde los chicos de una casa anegada de a momentos, jugaban como si ese mayúsculo contraste hubiere existido siempre. Gracias nuevamente Querido Patricio. Un gran abrazo. Epifanio.

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