Detrás de la Puerta

“¡Estás muy equivocado si pensás que sobrellevar las cosas es tan fácil!”. Entreabro -pesados, unidos por una hebra amarilla- los ojos de agua verde. Mano desesperada en busca de la sábana perdida. “Años y años mirándome en silencio... Nadie me avisó de este calvario; esta vida que supura miseria...”. Giro hacia un costado y reacomodo la almohada siempre transpirada bajo la mejilla derecha. “¡Basta, basura! ¡Basta de mirarme así!”. El grito doloroso vuelve a usurparme el sueño. Suspiro con pesadez al tiempo que, boca arriba, intento desentrañar el vello de mi ombligo. “Yo buscaba una compañía, ¿Entendés? Pensé que se podía superar la pesadumbre; que esto me pasaba como una suerte de bendición... pero me engañé”.

El ruego, súplica, alarido y garganta desgarrada, proviene de una habitación vecina. “Me engañé de la forma más estúpida... por vos... que estás para nada, ahí... que me enseñás lo que es el egoísmo... y sonreís sin hablar”. Sí, el llanto ocurre dentro de mi departamento. El roce de un ramillete de uñas contra la pintura blanca ahora me descuartiza el oído. “Y me hiciste pensar en un proyecto personal... cuando casi nadie te ve... pensé que tenía que llegar a alguna parte ¡Pero todo fue una puta mentira!”, aulló el lamento. “Claro, pasaron los años y acá estoy: con las manos vacías ¿Por qué? Porque me obligaste a esperar a la suerte... como si con eso alcanzara”. Cruzo el brazo por detrás de mi cabeza: el pantalón y los zapatos están a menos de un metro de distancia; sobre la silla de Jorge; el tío que, hace una semana, apareció muerto en un manicomio de Formosa.

“¡Ahora necesito que me dejes en paz de una vez! Que dejes de seguirme, vigilarme, y me permitas ser una persona más...”. No voy a levantarme. En este minuto: una maratón de pasos acelerados resuena desde el cuarto contiguo. Parece una discusión, pero sólo alcanzo a escuchar a una de las voces. Igual, estoy seguro: no voy a levantarme.

“¿Ves esto, cobarde de mierda? Contestá, fracaso: ¿Ves esto? Mirá cómo se empieza a terminar el circo...”. Un estrépito de vidrios desgarrándose contra la pared acelera mis pulsaciones. “Y las fotos... ¡No me contestes, idiota! No vas a volver a verlas...”. Y otro alboroto de cristal que quiebra la monotonía. Algo cae, corre, irriga, salpica, gotea, baña, el piso alfombrado: puedo oír la pisada pegajosa. “Yo di todo ¡To-do! Y ahora susurrás a mis espaldas que tengo que volver a empezar... ¡Mirame! Basta de excusas. Nunca aprendiste a adelantarme la solución de las cosas... ¡Nunca!”. El alarido es acompañado por una montaña imaginada a la que siento desmoronar. Despacio, apoyando los pies con disimulo, me incorporo en la cama. Probablemente es mediodía; las persianas bajas apenas dejan filtrar un gajo de sol.

“¿Qué vas a hacer ahora, eh? ¿Desaparecer para siempre? ¿Devolverme años? ¿Soledades forzadas? ¿Lágrimas porque nunca entendí qué hacés acá? ¿Por qué esto me sucede a mí?”. Doy un paso sobre la alfombra desteñida: estoy de pie. Dos, tres, cuatro, cinco. Cauteloso. Me ubico junto a la puerta; oreja fundida a una madera disimulada de blanco. “¡Ah, no! No me vengas con ésa: yo creí en lo que me ofrecías. Compré todo el paquete cuando asumí esto, y ahora me doy cuenta de un detalle: la mirada cómplice, ésa que siempre te dediqué, justo hacia donde nadie veía nada, siempre valió menos que la nada...”. Aprieto el parietal contra la barrera que me separa de las palabras. “Todo fue un ‘estoy con vos’ pese a la frustración que, hace mucho ya, elegí para mí. Pensé que diferenciarme del resto me haría feliz, pero no: acá la diversión solamente fue tuya. Sólo tuya...”. No puedo distinguir a la otra voz. Por más que despliego el tímpano con furia, la discusión se me hace un monólogo de ausencias que responden a cada injuria. Apenas puedo notarlo: mis piernas tiemblan.

“Asomate a la ventana, ¿Querés? Por ahí voy a tirar toda la porquería que he acumulado en estos años”. En el dormitorio, alguien sube la persiana de chapa y un chirrido penetrante relata que los vidrios han sido abiertos. “Ahí van los secretos y mis mejores momentos”. Una explosión trepa desde el patio del edificio. Algo estalla otra vez, pero ahora contra la puerta. Nervioso, quito la oreja. El pecho agitado y la mano histérica me impiden trasponer la madera rugosa. “Callate: mirá el vacío que soy. Reíte y fijate como me he secado por dentro; como huelo a podrido; como soy un envase vacío. Ojalá ya te sientas feliz. Ya no sirvo para nada...”. Sin control, extiendo los dedos hasta el picaporte. Una garganta que vomita espeso me detiene, luego un roce entrecortado, como si alguien arrastrara una bolsa cargada de trastos, vuelve a quitarme la confusión. Debo atravesar esta puerta. No puedo esperar más.

Entreabro la muralla de un empujón. Avanzo: dos, tres, cuatro, cinco. Clavo las pestañas en las paredes, el piso vestido de azul marino, el placard abierto de par en par, vacío, las voces de pronto en suspenso... Pero no hay nada. La habitación está completamente vacía. No hay vidrios en el piso, tampoco fotos o ropa en los cajones desordenados. No veo cama, televisor, vómito, sangre o bolsa de trastos. No hay nadie. Sólo la persiana levantada y la ventana abierta. Confundido, semidesnudo, boquiabierto: me acerco al cristal corrido. Inclino la cabeza y el patio del edificio es un rectángulo de tallos florecidos. No puedo entender lo que sucede en este amanecer precipitado. No puedo escuchar la voz, las voces; contemplar los cuerpos hostiles. Tampoco los brazos inesperados; el empujón que me libera de la ventana. Ahora, en este instante, sólo me queda el viento y los manotazos hacia la nada. La respuesta a tanta oscuridad se acerca rápidamente a mis labios: me espera, con las baldosas abiertas, media docena de pisos más abajo.

Comentarios

Anónimo dijo…
Muy bueno Patricio, como de costumbre!
Te dejo un abrazo,
Ariel

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