La Entrerriana

Llora. Llueve. Agua sobre la ruta 12. Un automóvil que cruza, de rodillas, la sonrisa húmeda del arroyo Flenche. Y el sol que, rebelde, simula fugarse entre las telarañas de un cielo ávido de despedidas. Árboles. Puesto de comida al pie de colectivos derruidos... maderas agotadas de cargar con tanta pobreza...

Llegar a Ceibas. “Ana no duerme”, gime una voz que se oculta en las alas de un gorrión golpeado por el viento. Y el Paraná. Con su manantial de sangre con arcilla. Botes rebosantes de troncos. Aspirar el perfume de la carnada: morenas, tripas de pollo, mojarras, cascarudos y ranas. Todo nace: al pie de un tapiz esmeralda abrigado de cicatrices líquidas.

La entrerriana.

Duelen los sueños cuando alguien nos despierta antes del final...

Y el vacío. La inmensidad. El silencio de bosques danzantes y una pradera desprovista de piernas que la atraviesen. Hombre caballo. Medio niño con sombrero de paja haciendo dedo. Sollozo del firmamento sobre el parabrisas de mi asombro. Una risa de nubes amarillas... y la promesa salvaje: dos mediodías abrazados a otro pájaro que desconozco.

“Y pensar...” medita la garganta de O’Connor, mientras un ariete plateado decapita el pavimento y escupe saliva sobre la saliva. Laguna en laguna. Charcos cubiertos de irupé. “Que cosa pudo ser... que te arrastró esta vez...”. Y derrito mis pupilas frente al santuario de Gilda. Corona de flores podridas y un diálogo de chapas que sólo respiran óxido y espera. La idea de permanecer a través de los objetos. Conmoción inesperada ante el dolor ajeno...

Que alguien desdibuje mi sombra...

Alguna vez...

Descanso de las manos sobre un cesto de mimbre en el Parador Terminal Ceibas. Ruta 14. Departamento Gualeguaychú. Gomería disfrazada de pedregullo empapado. Eucalipto que, sin ropa interior, tiembla bajo una corteza ligera de egoísmo. Tranquera sombría de moho; hongo centinela y recelo ante la curiosidad de toda ansiedad rodante.

Entre Ríos. “Dar es dar”, arriesga Fito Páez. Y el humo de un camión me habla de las cuchillas uruguayas; de la piel que desfallece en los senderos impenetrables del Brasil. Caldenes. Piquillines. Otro brazo con un tatuaje de agua dulce. Patos blancos que no reniegan de sus paseos sin reloj. Caballos y un niño que, rebenque entre los dedos, vigila el mordisqueo indiferente de la tropilla... desde un camino que jamás figuró en un mapa...

“Dar es dar... y no fijarme en ella y su manera de actuar. Dar es dar... y no decirle a nadie si quedarse o escapar...”

Lo absurdo de las pretensiones...

Dos ovejas nadan en la gramilla quemada. Rojiza. Suplicante. Parrilla: hora de almorzar. Choripan y grúa hundida en un barro que parece olvidar el suspiro amargo de las nubes. “Vencedores vencidos”. Vencedores vencidos. Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota olvidaron explicar que las paradojas no existen: el mundo es un cristal de cuarzo cincelado por el desorden. “Vendo lechones y corderos”. Kilómetro 30. Ómnibus de mármol azul; vidrios pintados de ojos y pestañas. Salame. Queso artesanal. Campos de soja que ensayan una melodía dorada entre chauchas bruscas y porotos adolescentes.

“Caribe Sur”. Bar-Pool-“Compañías”. Cabaret de revoque grueso, y techo asegurado con ladrillos robados al vecino menos charlatán. Ermitas para los muertos: al frente de las estancias. Cruz en madera cobriza. Pararrayos para los que temen la afonía de la tierra. Vía Crucis Gualeguaychú. Sacos de red y un millar de naranjas que eluden las costuras de una malla vacilante. Dulce y jugoso arroyo “Gualeyán”. Arañas negras, gigantes, aplauden la travesía de un viajero que nunca aprenderá a vivir cerca del suelo...

La entrerriana.

Volver la vista...

Río Gualeguaychú. Camino que se eleva hasta evaporar el follaje de los árboles. Monte áspero. Madera Huraña. Dura. Rebelde. Orina marrón, rodando entre los fuelles de un cañón altivo; refugio para esos peces de piedra que mienten... inventan el sobrenombre de una vejez que no llega...

Y un gendarme: “Amaró”. Frases que se patean unas a otras, orejas de 40 años sin fantasías que olvidar, piel golpeada por el aire húmedo. Boca seca de carcajadas truncas. Vientre inflamado tras un uniforme teñido de mentiroso verde oliva.

Desmonte...

Tala. Aserraderos. Entre Ríos. Hojarasca que muere, sin ruegos, mientras el sol hunde la mirada... juega al distraído y comparte la crueldad de un hacha incesante... Atardecer. El cielo que se Abre. Abre. Abre. Entre nubarrones rosados y violetas. Luces que se encienden y un ardor viscoso, enemigo de la conciencia, que recubre el cuerpo; apuñala la respiración. Cae. La tarde cae. Y esos camiones que no descansan sus espaldas de cereal... Aprietan un destino que sabe a espejismo carioca...

Fotografías para cantar...

Por fin: una mancha impensada. Que simula ser un yacaré de fauces entreabiertas, guiña un párpado desde el firmamento. El viento ya huele a fruta madura. A cítrico que aún cuelga de una planta enamorada de las hormigas. Aserrín.

La entrerriana.

Para cuando nuestras voces se apaguen...

Comentarios

Noe dijo…
Me alegra infinitamente que me hayas hecho caso, querido! Es, verdaderamente, una belleza este texto. Para llevarlo directo y sin peaje al papel.

Beso enorme!
Anónimo dijo…
En este rollo de monos de polvo, hemos perdido el rastro unos minutos

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