Lava

Un texto de los viejos...

Lengua. Almeja inquieta que saluda al calor nocturno, centímetro tímido alargándose, sofocado de sed, que encuentra un sendero escarpado, frondoso, y se pierde entre las malezas oscuras mientras, a lo lejos, un manantial late, tentáculo rosado que baja a través de una cañada sin descuidar la paciencia, el sabor, la estela que se asemeja a un hilo de nylon, una telaraña, al tiempo que marca lo que ya le pertenece, elude un tallo, luego otro, y finalmente alcanza el cráter vedado, la arcilla lastimada, para después probar las gotas que bañan a cada ladera de la grieta, salado, dos veces salado, despacio, vislumbrar un borde salmón, casi transparente, que rápidamente cambia a un ligero morado, y luego permitir que la papila escale en búsqueda del candelabro de fuego, frote la roca invisible en la que habrá de clavar su apetito, para después retomar el desfiladero conocido, y nuevamente señalar con agua caliente los límites de la lava.
Duda. Ondulación nerviosa hasta que el sabor canta nuevamente su avidez, pero el descubrimiento ahora se hace compañía, falange maquillada de azabache, súbita, y la lengua que amaga un silbido, una advertencia húmeda, pero el calcio inesperado también anhela el cráter, bañarse en su líquido ámbar hasta que la vertiente culmine por hacerse río, y la lengua que ahora se contrae, prueba el movimiento amistoso, se une, danza sin compás, silencios que se hunden sin egoísmos, juntos, para que el paisaje cambie, una llovizna que brota de las piedras mientras el bosque despierta en un brillo intenso, extraño, porque aún la mañana está lejos, pero eso no importa, nadie puede verlas, y la lengua ya no siente deseos de recurrir a la blasfemia para espantar a la quietud, asesinar a verbazos al murciélago de la incoherencia, o dedicarle a la falange un manifiesto ahogado en melancolía.
Bailan juntas, lengua y falange, nadan en el corazón de la montaña, contienen la respiración y se sumergen, el almíbar tibio resucita la piel, viscoso, a veces agitado, permite la sonrisa de la sal, el anhelo por todo cántaro que evite el desvanecimiento, almeja y uña amistosa se entrelazan, recostadas sobre un manantial que ahora sí escapa al desfiladero, hasta marearse, pero el ritual invita a la ceguera, oprime la conciencia y excita la curiosidad, el aullido, un par de colinas distantes que no dejan de nacer, porque la danza enamora al bosque, la cima rocosa, la meseta desierta de yemas prolijas y el aljibe primario.
Por fin, la noche se hace mañana, pero en medio de la penumbra en retirada, el agua borbotea entre los pliegues de una tierra en movimiento, lengua y falange abandonan la niebla de una gruta vacía, susurran una caricia con un temblor de piel que se esconde tras un lienzo perfumado, y así las descubre el bosque, que las advierte robar, aspirar, las últimas lágrimas de rocío, antes de escapar a una planicie de algodón.
Desbordado, en silencio, el volcán esconde sus pliegues y espera, pronto la lava escribirá en llamas un canto al ardor, y entonces regresarán aquellos trazos frescos, huellas hambrientas de una vertiente calurosa, para recordar las erupciones, el respirar violento y lascivo del primer llamado.
Un sol después; brazos ligeros y piernas finas simularon entrelazarse en una cabellera ondulada, infinita en tinieblas sin peinar, que celebró con suspiros la mañana. Sigiloso, a hurtadillas, el calor del mediodía las encontró durmiendo; un tanto perplejas en la inmensidad de la cama, pero abrazadas aún...

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