Evidencias de la desesperación: La Trilogía (Parte I: El Alivio)

El alivio

Prometió matarlo y ahí va, con la cabeza locuaz oculta en su mochila de princesa de clase media venida a menos. Marcha el cráneo jugoso sepultado entre páginas de Bolaño, el cepillo de dientes con el que pule los agujeros en los que pasa cada noche, y un paquete de papas fritas capaz de sobornar las indecisiones.

Trepó al subte en la estación Castro Barros de la línea A y, en medio del bamboleo del convoy, la madera del vagón carcomida por las décadas, y el asiento de plaza de pueblo que la recibió como huésped, aprovechó, una vez más, para rememorar los detalles de la última fuga encubierta.

Retornaron, como mordeduras hirvientes, los gritos y la súplica animal, la acusación en boca de ojos en trance diabólico, cientos de páginas transformadas en pájaros atravesando las paredes pálidas del departamento, el primer intento de escape -malogrado- y el empujón que la arrojó como una bolsa de ropa maloliente sobre el colchón todavía caliente.

A la par del rechinar de las vías, y el silbato agitado del guarda disfrazado de celeste, la postal se tiñe de ceniza volcánica: arreciaron los alaridos y entonces, sólo entonces, una mano imprevista decide degollar el aire con la velocidad que alienta la desesperación. Con la agilidad del hombre dormido que busca aplastar un mosquito en medio de la madrugada.

Cayó, pesada, urgente, temblorosa, sobre la mejilla. Y la palma abierta chapoteó hasta hundirse en un charco de lágrimas violentas; forzó el giro del mentón y redobló la angustia. El ataque de nervios y la escupida de palabras. Que siempre fueron las mismas. Como un discurso de ancianos hartos de perder la memoria.

La necesidad de reafirmar.

Ella trató de levantarse, pero una nueva descarga de brazos la derrumbó, ahora sobre una silla. Le hablaron de líquidos rojos y animales que, malformados, merecieron ser ajusticiados. De enanas con aliento a caballo que ejecutaban mentiras con la precisión del joyero más inspirado. De vaginas pegajosas de cebo, colmadas de escombros polvorientos, molidos a martillazos, y residuos de hospital.

Putrefactos.

Cerró los oídos y movió la frente para responder con un “no” frenético a cada verdad que peleó por superar la frontera fortificada del tímpano. Pero era demasiado. Y el primer recuerdo atravesó la oreja y estalló a un costado de su cerebro. Como un fuego artificial detonado dentro de ataúdes de cartón. Tembló con el estallido y el color siguiente la encegueció hasta hacerla perder pie.

Trató de huir. Volvieron a tomarla de los hombros y a sentarla. La nueva catarata de verbos la encontró semidormida. Y esta vez no sintió el filo traspasándole la piel. El veneno había creado anticuerpos y cada confesión, esculpida entre vidrios punzantes, le pareció la brisa azucarada que acompaña cada lapso de la niñez.

Le prometieron que incendiarían el mundo en su nombre. Pero le pareció muy poco. Ella no quería proezas: necesitaba imposibles. Así, cada dardo optimista fue rebotando una y otra vez de su rostro, sus pechos dibujados en lápiz, sus muslos. Una vez en el piso, apenas agitó el taco de una bota para partir al medio el cuello de los argumentos ya en agonía.

Otra vez de pie, tomó la única llave a su alcance. Y recibió con los brazos abiertos el insulto más anestesiado. Superó la puerta de un empujón. Ya estaba en el pasillo. Pero antes de partir, ladeó los ojos y pudo ver. Como tomaban la historia común, la tanteaban con los dedos hasta dar con el extremo agudo, y luego procedían a hundirla en la carne hasta que la sangre salpicó puertas y futuro.

Al cobijo de una pared despintada alcanzaron a entregarle la cabeza. Cercenada. Ella la tomó con cuidado, evitando golpes y magulladuras. La recibió en silencio, aunque satisfecha. La cabeza todavía hablaba pero prefirió el silencio durante los seis pisos que descendió el ascensor.

Erecta sobre la vereda, destrabó la mochila. A un costado, sobre las baldosas sucias, quedó el cepillo de dientes y las páginas con olor a vómito de Los Detectives Salvajes. Alerta a cualquier mirada inoportuna, arrojó la cabeza al fondo de la tela cosida.

Luego, se deslizó hasta las escaleras del subte. Limpió cada escalón de cualquier pisada reveladora y pasó su tarjeta por los molinetes. No lloraba. No había por qué. Abordó la primera formación, acomodó su cabello recién peinado y meditó sobre las probabilidades de una tercera guerra mundial.

Medio segundo después, una pesadez de hormigón armado le oprimió el estómago. Abrió la mochila. Tomó una papa frita goteante de sangre y la colocó debajo de su lengua. El subte aceleró a través de túneles húmedos y sombras perpetuas. Se sintió mejor.

Había prometido exterminarlo. No contaba con el alivio del suicidio ajeno.

Comentarios

Hernán Gilardo dijo…
Estimado:

Esta primera parte me trajo a la mente "Corazon delator" escrito por Poe.

Si bien es una trilogía, a mi humilde parecer, está es la mejor parte.

Me arriegaría a decir que es la que lo muestra como un escritor más maduro.

Igual, aclaro que no soy quien para juzgar su obra

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