Esos ladridos
Otra vez. La luz asesinada me clava al colchón. Afuera, los perros ladran y se mastican entre sí por un pedazo de carne azulada que dejé caer antes de superar la puerta. Bajo el techo quemado que ofrece la oscuridad vuelvo la mano al pecho y descubro otro agujero líquido que late, caliente, apenas por encima del estómago.
Los dedos, fuera de cualquier control, se apresuran en ubicar los límites del pozo ahora peinado por tejidos, venas y nervios que se mezclan con el aire pesado de tabaco como lombrices tostadas por el sol.
La maraña de falanges se pierde entre los pliegues ásperos de una caverna esculpida sobre huesos que, inflamados, mienten una blancura perdida entre colmillos y collares sin nombre. Uñas que atacan la saliva canina que forma charcos y amenaza inundar el aljibe nacido de cientos de mordeduras impensadas.
Una palma llama a la otra y el agujero se ensancha. Dejo que los dedos se empapen en un petróleo que adivino espeso a la sombra del foco apagado.
Los dedos de la derecha buscan la muñeca más hábil y, atenazada la mano temblorosa, empujan hasta que el desfiladero de carne cede. Y la palma izquierda vuelve a hundirse en un tunel que, infinito como la espera de los que se saben ansiosos, sólo ofrece coágulos a medio nacer.
Por fin.
Agotado por una búsqueda que de tan insensata se parece al optimismo.
Apoyo los codos en la cama y ensayo la convulsión que mejor me deja de pie.
El telón negro que envuelve la habitación se despereza hasta hacerse liana y sujeta cada talón con un latigazo hasta hacerme trastabillar. Impulsado por la torpeza, doy con el mentón en plena puerta de madera.
El licor púrpura se escurre a través de los labios cerrados del ombligo y baña en calor los pliegues sucios de mi bragueta desabrochada.
Hundo el oído en la puerta.
En el exterior, ya no hay ladridos. Apenas se distingue un coro de gemidos y el roce de caricias que, violentas por una pasión que nunca comprenderé, golpean el silencio y espantan el batir ahogado de los cardúmenes de mosquitos que atrae la primavera.
Palpo la pared. Flexiono la mano sobre el ladrillo desnudo y descerrajo la puerta de un tirón.
Los perros siguen ahí. Somnolientos y con las patas alzadas al firmamento: predicen la tormenta. Se sorprenden al verme de pie. Elevan las orejas y entrecruzan miradas como preguntándose a qué he regresado ahora.
No entienden. Menos aún que vuelva a hundir las manos en el agujero para humedecerme los dedos ahora recubiertos de costra. Que presione las costillas a cada lado de mi torso para hacer que la sangre vuelva a fluir. Que contenga la respiración y concentre cada fuerza en la flaccidez abdominal para así vaciarme de todo lo que me corroe la piel.
La mitad de ellos siguió observándome con expresión atónita cuando por fin caí de rodillas y, oculto bajo un dúo de párpados muertos, extendí los brazos hasta rozar sus hocicos.
El resto sólo dudó unos segundos antes de impulsarse con las patas traseras para luego caer sobre mi cuerpo ya exánime. El apuro los privó de conocer los motivos que hicieron de esa, mi carne, una simple porción tibia de comida regalada.
Nunca vieron mi sonrisa.
Tampoco supieron por qué también lloraba.
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