Buenos Aires es como tu útero, mamá. Que sangra porque no tenés hijos

Cómo no vas a llorar si el tipo se parece a vos. Con ese bolsito colgando del brazo y la campera gris de tela de avión. El pelo cortado por el único peluquero que hay en el pueblo. Que hace mil años que no hace un curso y piensa que todavía los cortes se hacen a base de navaja. Que a la melena hay que rebajarla sí o sí atrás, con movimientos ágiles pero secos, siempre recostando el filo de la navaja sobre la nuca. Para que la hoja corte pelo y no piel. Porque sino la piel sangra y ahí se empasta la navaja y los pelos se empiezan a pegar entre sí. Y puede que en ese baile uno se confunda y termine cortando de más. Justo ahí, en la parte de atrás de la cabeza, donde no te ves pero el resto de la humanidad sí, por lo que pueden llegar a cagarse de risa de vos durante meses sin que te des cuenta. Sobre todo si el peluquero termina cortando más nuca que pelo.

¿Le dijiste que tu papá fue peluquero? Estilista, como le dicen algunos. Aunque él prefería autodefinirse como “coiffeur”. Hasta tenía una plaquita de bronce en la puerta del local. Como cualquier médico o abogado. Coiffeur, decía. Y tu abuela que, una vez por semana, se tomaba el trabajo de pasarle mucho brillametal a esa bendita placa. Con el pomito blanco y rojo, con vivos amarillos. Fsss fsss fsss fsss sonaba la franela anaranjada yendo y viniendo a través del rectángulo de bronce. Hasta que “Coiffeur” quedaba bien lustradito. El peluquero tenía una placa más brillante que el médico con menos muertos del pueblo. En un momento, la franela caía al piso de baldosas todavía sin baldear y la abuela –trepada a un banquito, porque siempre fue petisa– se dedicaba a ejercitar su don del detalle: miraba el bronce desde arriba, abajo, de costado. Lo suyo siempre fue la perfección.

Después ya iba por el balde, el desodorante para piso, el escobillón con los pelos para afuera como el bigote de papá. Más tarde aparecía el rociador; el mismo con que el peluquero después le mojaba las patillas a los clientes. Esas patillas a las que papá primero salpicaba con un chorrito corto de agua, para luego terminar de humedecerlas con la yema del dedo gordo, apretando contra la cabeza del cliente las gotas que todavía aparecían intactas. Agachate así, decía. Levantame un poquito la pera.

A los pendejos que se portaban mal, en cambio, el coiffeur les sacudía un buen chorro en el mate con el rociador. No era el típico peluquero complaciente. Pero si de algo tenía miedo papá, era de cortarle la oreja a algún pibe. Porque los grandes se quedan quietos, pero los chicos empiezan a saltar en el sillón, se dan vuelta y dicen “mami, ¿me comprás el calzoncillo del Hombre Araña?”, y por ahí, en ese mismo giro, viene entrecortando la tijera a diestra y siniestra, y el filo al pasar pellizca un borde de oreja. El pibe sangra. Primero grita, me olvidaba. Después sí: sangra. Y la madre, en vez de pegarle un buen sopapo al pendejo por inquieto, se la termina agarrando con el “estilista” y chau: un cliente menos.

Pero papá siempre tuvo el don del cálculo y, rociador mediante, nunca le faltó muñeca para amansar al más temible de los infantes. Al más jodido de los chicos, o sea. “Chicos” queda mejor. “Infante” me suena a, no sé, infante de marina. Un soldado. Me recuerda a esos cabos que vienen del norte y no tienen ni el secundario terminado, pero que aguantan muy bien las palizas, las humillaciones que les imponen los que tienen grados más altos, las cagadas a patadas, el frío, la burla porque les cuesta pronunciar la “s”, o no saben agarrar bien los cubiertos.

Pero que soportan y aprenden las reglas y obedecen órdenes como ninguno. Qué bárbaro: son perros amaestrables esos tipos. Pero ojo: sólo adentro del cuartel. Fuera de la garita de guardia son todos Comando. Sí, como la película del nazi de Schwarzenegger. Se creen todos héroes de la libertad. Pero ojo, mirá que en sus sueños esos negritos no se imaginan soldados del Ejército Argentino sino del ejército yanqui. Y no los culpo, si después de todo el Ejército Argentino no tiene ni nafta para mover una ambulancia. En cambio el yanqui lo tiene todo: unos tanques de puta madre. Unas armas que incluso a uno le dan ganas de salir a tirotear rusos. O iraquíes. Es lo mismo. Acá no podemos ponerle ni un cascotazo a un chileno. Pero bueno, los soldaditos se hacen la película, que cumplen misiones y combaten al comunismo que viene. O algo así. Lo cual no deja de ser loco, porque no tienen idea de qué mierda es el comunismo. Lenin les suena a marca de moto barata. “Comprándote una Lenin te llevás, sin cargo, este hermoso kit para hacer trasplantes de riñón en tu casa”. Puedo imaginarme la publicidad. Por suerte, estos infantes siempre fueron menos que los pendejos que cada mes caían en la peluquería de papá, aunque son más peligrosos porque, como dijera mi vieja, “son los que tienen las armas”. Mamá no diferencia un FAL de un aire comprimido, pero esta vez tiene toda la razón.

Los negritos del interior son los que tienen la armas. Algo en lo que no pensaste cuando, tras abrir la puerta del edificio para ir a buscar tres cervezas, te chocaste con ese tipo que usaba el pelo cortado como allá, a 450 kilómetros de la gran capital. Vos venías tarareando una frase entrecortada que se te había ocurrido una semana antes: “Buenos Aires es como tu útero, mamá. Que sangra porque no tenés hijos.” Pero apareció este hombre. Y no sólo te paraste, si no que además te salió de adentro el instinto de ayuda. Ofreciste el oído. Con el bolsito colgando del hombro, metido adentro de su campera gris de tela de avión, el tipo te miró con ojos achinados y vos te preparaste para darle plata. Pero no te pidió una moneda. Sólo preguntó: ¿Si voy por esa calle llego a la General Paz? Y vos: Sí, pero estás un poco lejos. ¿Pero no me pierdo? No, si vas por esa calle derecho no te perdés. Aunque insisto: estás muy lejos. No importa, contestó. Tomate un colectivo, preguntá bien. No, yo voy caminando, murmuró. Todo a media voz. Sólo quiero llegar a mi pueblo. Tomate un colectivo, perseveraste. No, es que no tengo plata. Ahí vos sacaste la billetera, enredaste los dedos y, sin mirar cuánto sumaba lo que habías logrado atenazar, le extendiste unas monedas y le dijiste Pero no, cómo vas a ir caminando, tomá, tomate un bondi. Él no aceptó las monedas. Insististe. Luego de aceptarlas, el tipo pronunció la frase que te iba a estropear el corazón para siempre. Que te iba a revelar que Buenos Aires no es más que un violador al que todo el tiempo se lo premia por cada nuevo himen destrozado. Sos el primero en esta ciudad que me trató como una persona, te dijo.

Y siguió: soy de Entre Ríos, llegué hoy en una ambulancia con mi hijo de seis años, al que ayer lo picó una víbora; mi hijo se me murió en el viaje, en la ambulancia, y después me fui a la casa de la provincia de Entre Ríos acá, en Buenos Aires, para ver si me ayudaban y me echaron ¿podés creer? Mis paisanos me echaron y yo ahora quiero irme hasta la calle General Paz y luego a un lugar que se llama Americana. La Panamericana, lo interrumpiste. Estabas desencajado. Las tres cervezas se hicieron vidrio para después atravesarte cada palma, cada mano. Sí, a ese lugar tengo que ir. Pero... no podés hacer eso. Solamente me quiero ir a mi pueblo, rogó. Pero la Panamericana no va a tu pueblo. No, ya sé, pero ahí me dijeron que haga dedo hasta la ruta 9, y ahí sí llego a mi pueblo. Pero. Bueno, me voy. No, pará, pará. Y sacaste más plata de la billetera. Por favor, tomá. Él: no, no, por favor. Y se atajó con las manos, como si lo tuyo fuera ya un abuso. Tras contarte la verdad, su drama, los roles habían cambiado. Ahora la víctima era vos y el tipo lo sabía. Tenías que volver a intentarlo: tomá, para que comas algo aunque sea. Agarró la plata. Pegó media vuelta y se fue casi al trote.

Desapareció con sus ojos achinados y el “¿cómo mis paisanos me van a dejar así?”. Se llevó consigo, en ese bolso gastado en el que adivinaste un calzoncillo limpio y un par de medias gastadas, al hijo del que nunca sabrás el nombre. Pero que siempre estará muriendo en una camilla por culpa del diente de una víbora certera. El tipo se fue con el frío y la muerte encima. Apurado por caminar durante horas para, sin nunca frenarse a tomar aliento, seguir caminando hacia un pueblo que quizás ya no exista para cuando él llegue. Entonces, cómo no vas a querer tirarte por el agujero del ascensor cuando volviste a tu casa. Cómo no vas a llorar, si al final ese tipo se parecía tanto a vos.

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