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Jorge, el pibe de la soriasis

¡Bajálo! ¡Bajálo! El grito del Negro Molina cruzó el baldío y sólo fue cuestión de apretar el párpado, calcular con el ojo libre y -quiebre de cintura mediante- sacudirle una piedra de las chatitas, ésas que pican en el pasto o en el agua y terminan por elevarse, al bulto rengo en retirada. Fueron uno. Dos. Tres. Cuatro brazos lanzados con impunidad hacia delante, como verdaderas catapultas Made in Florencio Varela, en búsqueda de descabezar a un Goliat templado por una cobardía hija de la paliza cotidiana. Del manoseo colectivo. De las risas de media docena de pendejos matándose a pajas para degollar el tiempo entre las hamacas de la Plaza Roca. Pero nadie lograba entender por qué, acobardado a las piñas, Jorge, el pibe de la soriasis, cruzaba la plaza todas las tardes por el mismo caminito de hormigas. Y eso que los pibes -jamás neutrales- a veces hasta invitaban a secuaces de otros barrios para burlarse en grupo de “El Descascarado”, como lo conocían en el barrio. ¡Ah!, pero a