Algunas papas...

Somos vos y yo. Vos y yo. Ensartados a esta realidad como una astilla porosa, gallarda, en el ojo del bebé más risueño. Esa combinación de agua, sangre y esperma a la que nunca llegaremos. You and me. A bordo de un acantilado erigido sobre cuatro paredes negras de humedad, el colchón eterno (y sin resortes) medio litro de leche descremada, y dos paquetes de bizcochos “9 de Oro”. Pero siempre hallamos el pasadizo indicado: ése que permite remediar esta ausencia sin comodines. ¿Qué hacer? Sólo subir el volumen. Otra vez. Otra vez. Otra vez. Hasta que el piso vuelve a disfrazarse de Parkinson: tiembla más que dos mendigos semidesnudos en una noche lluviosa de julio. A un paso, la ventana. El vidrio grasiento que jamás lavé. Enseguida, un edificio nos enfrenta: pegado al nuestro. Esto de vivir en un complejo de dos torres es poco feliz... Mirá qué lindo: un niño idiotizado por un televisor que intenta educarlo. Nada más delicioso que una sopa cabello de ángel en compañía del Cartoon Network...
Después (autoritaria) tu mano que abre el cristal. Pongo la misma canción. “Jungle, welcome to the jungle, watch it bring you to your knees, kness!” Ahora, para remediar la omisión de una genialidad que me haga sentir distinto, duermo un filamento de caño bruñido sobre el metal gris de la ventana inaugurada. A la derecha: la calle. Santiago del Estero. Una anciana renga con su carrito de supermercado. A medio metro, un chihuahua cagándole los zapatos a su dueño: ex empleado de una compañía de seguros. Que (de acuerdo a un plomero amigo) sufre algunos problemitas de constipación. Que siempre paga la cuenta de gas natural un día antes del primer vencimiento.
“Jungle, welcome to the jungle...”. ¡Pum! La anciana se desploma. Al vacío: dos cajitas de fósforos, un tarro de crema para afeitar (¿todavía se depila?) y medio kilo de papas que se desparrama por la vereda. En simultáneo, un turista holandés que revisa, desorientado, el cartel de la calle. Memoriza números. Y una papa que, inesperadamente, da un pique, un saltito: el europeo la ve venir: es hincha del Ajax. Hábil, goleador, el tipo le emboca un zurdazo a esa papa que brinca, y el vegetal que despega. Gana en altura. Sube. Sube. Y luego (3, 2, 1...) se disuelve, revienta, fresco, en el vidrio trasero de un taxi estacionado. Al instante, el dueño del auto que se baja...
“Porque yo soy el tucumano Juárez, y a mí ningún colorado desabrido me sacude una papa...”. Vuela un puño. Ole, grita alguien desde la vereda de enfrente. Ole. Cual puma agredido con un ramillete de lechuga amarga, el holandés deposita su mochila en el piso. Quiebra la cintura. Se agacha y mira. Separa las piernas y mide. Ole. Juárez falla su cross de derecha. Del otro lado de la calle, una docena de gitanos apoya al holandés. El aliento comienza a gotear desde la tribuna improvisada junto a una farmacia “Doctor Ahorro”. Abrazada a las baldosas, la vieja se desangra. El chihuahua se acerca. Huele. Estira la lengua y prueba: lame la sangre que desfila, intrépida, a través de un envoltorio de alfajor triple y cuatro centenas de mosaicos resquebrajados. Ole. Juárez recibe un gancho inesperado, justo en el extremo inferior del intestino delgado. Incrusta rodilla en tierra.
Te regalo una mirada. Entendiste: subís aún más el volumen. Stop. Play. Stop. Play. Ruleta rusa digital: compactera Phillips con refuerzo de graves (Lo sabemos: el sonido del vinilo es insuperable) “Jungle, welcome to the jungle, watch it…”, y el chihuahua que mordisquea un pedazo del cuerpo inmóvil. La señora mayor está demasiado quieta. ¡Pum! Ahora está definitivamente quieta. “Poncio Pilatos, salí de ahí”, estornuda el ex empleado de seguros. Y el perrito que ya mastica. Mastica. Mastica. Ole. Juárez tira un cabezazo (Eso no vale, che, grita la concurrencia) y el holandés que retrocede; apoya la espalda en un cartel que anuncia la presentación, a meses del fin del mundo, de Marcel Marceau en Buenos Aires. De la nada: un niño. Flexiona las rodillas junto al cuerpo de la anciana. Hurga. Inspecciona bolsillos. Guachito cleptómano. ¿Vos qué opinás? ¿Sí, no? Una cosa es la angustia... y otra la deshonestidad. ¡Pum! El nene se aferra a la vieja. El chihuahua dirige su hocico: respira sobre la piel aun tibia. La sangre, casi cicatrizada junto al cordón cuneta, nuevamente se licua en una cascada dulce.
“Porque yo soy el tucumano Juárez” está cansado. Ha fallado mucho. “Seguí fumando vos... y vas a terminar como tu viejo”, comentaba su madre de vez en cuando. Pero, en su momento, el consejo no importó demasiado: su progenitora era chaqueña de origen. Y los del Chaco no conocen realmente a los de Tucumán. Y si el holandés se comió un sopapo de entrada... puede comerse otro también... Ole. Ponélo de vuelta, te grito. “Welcome to the jungle, we got fun n games...”. El ex empleado de seguros se toma la panza. Respira con urgencia. Desabrocha el cuello de su camisa. Poncio Pilatos va por su segundo bocado. Y su dueño. Que cae en. Una. Dos. Tres. Cuatro. Patas. El perrito mastica. El hombre vomita. Come. Vomita. Come. Vomita. Inesperado: el niño mueve una pierna. Está vivo, me aclarás. Levanta el brazo y señala: . Sí: el pequeño también quiere que gane el holandés.
Al contemplar el gesto infortunado del pendejo moribundo, “... yo soy...” saca ímpetu de su orgullo. Roza el mentón del holandés con un anunciado uppercut de derecha. El europeo ensaya una patada de puntín a los testículos de su oponente. Falla. Ole, gime el niño, duchado de carmesí profundo. ¡Pum! Nosotros estamos con Juárez. El ex empleado de seguros jadea. Se pone de pie. Paciente, levanto el caño tibio de la ventana y lo deposito, por unos segundos, sobre mi hombro derecho. El chihuahua bebe otro poco de sangre. Enjuaga su hocico, los bigotes afrancesados, con una caricia de lengüita rosa mosqueta. El niño parece que ama a la anciana: se ha dormido -para siempre- a su lado. Los labios de la pareja incongruente casi se rozan. “El amor, el amor, el amor...”, suspirás entre sonrisas, y mis ojos flaquean; orinan media lágrima. Pasa el colectivo 39. Los pasajeros desnudan los brazos a través de cada ventanilla: todos estamos con Juárez. Los gitanos titubean: el europeo está arrinconado. Recibe dos uno-dos que lo dejan mirando la cúpula del Congreso.
Un policía se acerca. A los tropezones. ¡Pum! No interrumpa, señor... “You know where you are, you’re in the jungle, baby...You’re gonna die…”. Algo tuvieron los Guns N’ Roses. Algo inventaron más allá de esa facha de drogadictos -con traumas de adolescencia- que supo caracterizar a la banda. A la sombra de los cadáveres, el ex empleado efectúa 3 saltos sobre un mismo pie. Poncio Pilatos mordisquea la mano del niño: prefiere tal menú a probar la carne de la ley. Es azul y salada. No comestible. Su dueño se arranca el botón del pantalón. Destraba el cierre con urgencia. Ya tiene la prenda a la altura de las rodillas. ¡Va a cagar!, me gritás. Ponélo otra vez. “Jungle, welcome to the de jungle...”. El primer gas que suelta el ex empleado sorprende al tucumano. Lo obliga a estirar los ojos hacia un lado. Y el europeo que, sin avisar, aprovecha para colocarle un codazo en el párpado derecho.
Juárez, casi por inercia, arroja un remolino de manotazos. Falla. Ole, y los gitanos se abrazan. El empleado se retuerce. La constipación que se va... se va... se va... muta en una crema de chocolate que luego se hace manantial (también de chocolate, pero ahora con avellanas) y el perrito que se divierte con una falange albiroja. Ese niño ya no podrá tocar la guitarra (o el arpa, si es que le toca el paraíso)
Basta, señores. Uno de veintitantos detiene su motito repartidora de pizzas y trata de colocarle un “The End” a la pelea. ¡Pum! Alguien se quedará sin cenar: la muzzarella fría provoca complicaciones renales. El de más de 20 y menos de 30 afila su hombro de calcio al pie del pavimento. Me guiñás un ojo. Vos. El repartidor alcanza a enderezar un talón; deposita todo el peso en la mitad de su humanoidad: se toma el muslo derecho. Lucha, estéril, contra un agujero que, disfrazado de pólvora y quemadura para la ocasión, le impide ganar la mugre de la acera. Pero. El semáforo. Insolente. Sarcástico. Grita: ¡Verde! Y el colectivo de la línea 39. Uf... está el 39: con ganas de emular a una maniobra típica de Ayrton Senna. El 39 es un cetáceo de metal; una corbeta rodante al mando de un pelado que ayer. Justo ayer. Discutió con su mujer durante toda la noche. Causa: un vecino, según trascendidos de la agencia barrial “Mirá cómo vivo tu vida”, tendría el mal hábito de conectarse -de manera ilegal, obviamente- al sistema de cable... y eso culminaría por explicar por qué los partidos de Boca -en la Copa Libertadores- siempre se ven con interferencia... Y el pelado (¡Hacéte la raya, Pelado!, lo saludan, cada mañana, los pibes de la cuadra mientras desayunan con marihuana) no durmió. Encima, está el bebé... que llora toda la santa noche... ¡Así no se puede pegar un ojo, che! Menos aún, cumplir con el recorrido del 39 en el tiempo que exige la empresa. Entonces. Hay que pisar el acelerador. Esquivar pasajeros. Cruzar la mitad de las esquinas con el semáforo en rojo. ¡Qué joda, viejo! Atrasado y con sueño. Atrasado y con sueño. Atrasado y con sueño. El colectivo no recorre las calles: las sobrevuela. Y ahora, encima, un tipo malherido que no termina de subirse a la vereda...
Uf...
...el estruendo se escuchó en un radio de 7 manzanas (repletas de departamentos alquilados -afirman los políticos de turno- por murciélagos analfabetos sin contrato laboral) El cráneo del muchacho de la pizza se incrustó a la altura del radiador. Los brazos se disolvieron al son de una chapa arrugándose... Y las piernas... ¡qué decir de las piernas! El joven de la muzzarella no volverá a patear un penal en su vida. Mejor: el tipo era de Buenos Aires, bien porteño... y a los porteños no les gusta la gente del interior del país. Los tucumanos, entre otros, no gozan de gran popularidad. No señor. Los toman por brutos. Cabecitas negras. Gauchos. Indios. No argentinos. Producto genético Made in Chile-Bolivia-Perú-Paraguay-Brasil (en palabras menos amables -pero más cercanas a la realidad-: chilotes-bolitas-perucas-paraguas-brasucas) El holandés acaba de perder un fan. Descompuesto, el ex empleado de seguros aprieta los puños, descose una ceja, clausura el vientre mediante una sonora contracción... y descarga sobre las baldosas -por el oscuro canal del sur- los restos icónicos de su primer puré de recién nacido. Poncio Pilatos lame otro charquito de sangre. Medita. Elabora un cálculo sobre el promedio de vida de los enanos. Y, finalmente, hunde sus colmillos en una de las papas que aun yacen desparramadas: la carne sola hace mal, le había explicado su veterinario una vez. Y P. P. es un chihuahua obediente: las verduras limpian las vísceras. Purifican la granadina sazonada que puebla las venas. A falta de ensaladas, buenas son las papas... Ole. El europeo le acomoda una patada a Juárez... El taxista efectúa una vuelta carnero sobre los mosaicos de Santiago del Estero. ¡Pum! ¿Y usted qué tenía que venir a oler, señora? Eso le pasa por metida... “Jungle, welcome to the de jungle...”.
Pero nuestro héroe -paladín de aquellos taxistas que, aumentado el combustible, no dudan en transferir la diferencia monetaria directamente al bolsillo del cliente- se pone de pie. Abraza al europeo y ambos se transforman (por qué no decirlo) en un ejemplar de vaca holando-argentina (raza lechera si las hay) Una masa transpirada que culmina por mimetizarse con el cartel del pobre Marcel Marceau. Ole, grita el dueño del chihuahua, y expulsa otro anhelo color tierra. El perro traga lo que queda de la papa y regresa al niño: los cartílagos de la nariz son un manjar griego. Ponélo de vuelta. Y vos que subís el volumen. Stop. Play. Stop. Play. Mi cabeza es un hormiguero recién pateado. Pero. Desde la nada: el imprevisto. La hinchada, de pronto, en silencio. Poncio Pilatos frena la mandíbula. Orejas erectas para contemplar, atragantado, el movimiento inesperado del europeo. A un costado, el ex empleado de seguros controla esfínteres. El niño y la anciana dejan de sangrar. El 39 se detiene en seco. Y Juárez... el tucumano de la gesta patriótica... que completa -de memoria- el elíptico dibujo en el aire que, inesperado, enarbola el brazo de su contrincante. Un calambre plateado. Medialuna de metal y dolor de parto. Luego: el malestar. Profundo. Ardoroso. Justo ahí: pero esta vez no se trata de una apendicitis imprevista. No, claro que no. Juárez se derrumba sobre el holandés... El cuchillo se hunde con suma comodidad. Sale de la carne. Vuelve a entrar. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Hasta que el orgasmo rojo corrompe, por fin, el látex hipócrita de todo preservativo moral. Y frente a él, su rival: ahora es un colorado más colorado que antes. Ole, grita uno de los gitanos. El resto, mudo, cambia de conversación medio segundo después: “Puesh, vamosh a jugarnosh unosh billetesh al hipódromo, chaval!” La pelea ya no tiene gracia... “Porque yo soy el tucumano Juárez” tropieza con su propio cuerpo. Se toma de una brisa ausente. Finalmente, entreabriendo las fauces a modo de gallina clueca, se desploma sobre el capot de su taxi.
“Jungle, welcome to the jungle”. El ex empleado de seguros sube, apresurado, las costuras-tela-cierre de su pantalón. Con celeridad: una mancha oscura, fétida, recubre y humedece los bolsillos traseros de la prenda. El holandés permanece de pie. Casi con desgano, limpia la hoja de su cuchillo con los cabellos sudados del ex tucumano. El perrito ha perdido el apetito: se echa junto a su dueño. Procede a rascarse la cabeza con una de sus patas traseras. Me tocás el hombro. Yo que despierto. Despierto. Y apunto. Ponélo de vuelta. ¡Pum! Uno ¡Pum! Dos ¡Pum! Tres ¡Pum! Cuatro gitanos. El ex empleado levanta la vista. Nos ubica. Muevo el dedo una vez (¡Pum!) y le apago la luz para siempre. El holandés finge un trote en dirección a la calle Sáenz Peña. El visitante jamás derrota al local, me decís... y nuevamente guiás mi pulso. A dormir, te oigo susurrar. ¡Pum! Santiago del Estero está vacía. Es un espejismo de calle. Una mujer joven que no puede ser madre. Santiago del Estero es un desfiladero a la nada. Casi como la felicidad. Sólo el estruendo del 39 rompe la cadencia una y otra vez...
Poncio Pilatos está solo. Observa. Con el hocico pintado de apatía. El mar de carne que cubre la vereda. Ya no tiene hambre. Andá a buscarlo, me ladrás. Suelto el caño aun candente y acomodo mi cabello. No me veo bien, pero... nada se ve bien... Y traé las papas que sobraron, balbuceás. Siempre vos y yo. Vos y yo. “You know where you are, you’re in the jungle, baby...You’re gonna die…”. Ahora, te subís a mi espalda mientras brego por ganar la calle. Pero siempre. Siempre. Soy uno solo. Uno solo, mi amor... Por fin, cuando flexiono las rodillas hasta dar con algunas papas teñidas de sangre, percibo: las personas, como mil veces antes, pugnan por acercarse. Necesitan entenderlo todo. “¿Qué pasó?” Necesitan una respuesta. “¿Qué vio usted?” Intentan hablarme. “Mire, en 1985 pasó algo parecido...”. Entenderme. “Y, claro... no es para menos, pibe...”. Conocerme. “¿Vivís por acá?” Sujetarme. “Qué quiere que le diga... tendríamos que armar un consejo de vecinos para evitar que estas cosas sigan pasando”. Y otra vez lo entiendo todo. Sí, todo... Hora de correr... de volver a la ventana desnuda de vidrios. Saint Anger. Hora de tomar nuevamente el arma. “Jungle, Welcome to the jungle...”. Hora de empezar (de nuevo)...

Comentarios

Anónimo dijo…
Parece un Comic de la revista "FIERRO". Aquella revista "FIERRO", la de hace muchos años atrás. (La actual es una bazofia). Hasta parece que se ven las ilustraciones: Caras horrorizadas, sangre por todos lados...

Entradas más populares de este blog

Buenos Aires es como tu útero, mamá. Que sangra porque no tenés hijos

La zoonosis como posibilidad: gripe aviar en Yucatán

Comer veneno: el Estado argentino reconoce que frutas y verduras a la venta vienen con agroquímicos