Una especie de monstruo

Algo de lo que, siempre dentro de los límites del automatismo psíquico, publico cada viernes en el colectivo Cadáver Exquisito que impulsan mi amigo Pierre Castro y otros escritores peruanos:

Esto iba a ser a 4.800 metros de altura. Pero no lo fue. Ni lo es. Viene de más abajo; de una cordillera que no es la de los Andes, pero igual asombra por las lomadas que, como puntas de alambre de púas, asoman plateadas desde la misma piel. Como huesos astillados que un día decidieron romper la carne y se vieron sorprendidos por una nevada muda que los congeló para siempre. Viene de piernas que justo esta semana se quedaron sin aire debajo de la planta de los pies. Sin rocas al alcance de los brazos. Sin agujeros en los que descartar el semen hasta que el viento blanco pase y al alcance de las pupilas quede sólo el oro. El metal que, rascado con la uña, se hace espejo y te devuelve al esqueleto. Te pinta la cabeza de pelos. Te raya y cuadricula las mejillas con una barba capaz de apuñalar un cordero. ¿Qué puedo decir? Todo eso iba a venir de 4.800 metros de altura. Pero no vino. Ahora queda desterrarme de la búsqueda. Caminar sobre la puerta y trepar al ascensor para subir hasta la calle. Y ahí voy: esa altura que me quitó una tormenta inesperada decidí buscarla en el paso a paso que define el latido a latido de esta vida muerte que nunca deja de estar viva. Y así, como una canción de The Cure sin estribillo, como un perro que a punto de ser ahorcado sobre un puente patalea entre la felicidad por la mano que lo alza y la tristeza de la quietud inminente, salto sobre las baldosas de mi guarida en Caballito y dejo que el viento se anude entre mis cejas para arrastrarme adonde sea. Paso el Parque Rivadavia. Acoyte. Ese estúpido Shopping que jamás será bendecido con una bomba (es que ya no tengo edad para volverme terrorista). El gordo disfrazado de dinosaurio Barney al que alguna vez le pegué en la cabeza y en un futuro cercano pienso saludar a puntinazos en el culo. Primera Junta. El vaho pegajoso de la tos con gripe que se hace gente. Fideos vomitados que nadan en los andenes del subte A. Babosas de orina reptando a través de escaleras de cancha de fútbol para después dividirse y empapar las calles. Ahí voy: bailo entre uretras enamoradas de un iPod y pezones más rígidos que la mano ortopédica del peor gobernador peronista. Vuelo de una vereda a la otra para no salpicarme con el torrente de chapa pintada y caños de escape que abarrota la calle Rosario. Hasta que aparecen esas ráfagas rojas que desconozco. Un olor. Que me empuja hacia el pasillo. Un codo tallado en cajones de pollo todavía húmedos. Ya estoy debajo: el techo herrumbroso y descascarado del Mercado del Progreso. La estatua de la Virgen de Luján enclavada sobre una pila negra y morada de chorizos y morcillas durmiendo sobre cualquier mostrador. Me pierdo, a paso de fémur fracturado, por pasadizos ovalados de huevos de gallina y pollos al horno en guerra de mandarinas con cazuelas de mariscos. El ojo ciego de un puestero con ínfulas de fabricante de quesos se escurre a través de mi lagrimal y deposita dos capullos de pus justo en el centro del cráneo. Los desenvuelvo con las ideas. Ya sos una especie de monstruo, dice la hoja de glóbulos blancos escrita con tinta de gangrena. Mirá ese tipo, agrega. Y ahí estoy: frente a una sierra que parte al medio espinazos de ternera. El carnicero hunde los dedos en la grasa espesa hasta llegar a la carne. Dedos-aguijones que desgarran los tejidos como si fueran bolsas de nylon. Buscan el hueso. Lo rodean: ya no son dedos: son colmillos de un puma primero resentido, luego hambriento. Dedos-colmillos que se ajustan al calcio petrificado como si fueran tornillos con tuercas. Ayudan a la sierra. Que no se detiene. A separar el rojo blando del blanco astillado. Ahora el brazo del carnicero es músculo que se endulza y aplana como una almohada nueva. Para después hacerse envase anaranjado de carbón fósil. Adoptar la rigidez de esa piedra que está hecha para achatar cabezas. Tabiques. Parietales. Coxis. Rótulas. O simplemente espinazos. El carnicero clava y arranca. Sierra. Músculos. Dientes. Metal. Hueso. Hasta que la sangre disfrazada de fibras y venas queda a un lado. Y en el piso, desnudo, aserrado, hundido en baldosas transpiradas, expiran los restos despreciados del armazón que diera gracia a la carne. Su compañero de baile. Sombra. Horizontalidad. El carnicero termina el parto con una cuchilla ideal para hacer de cualquier paleta o bola de lomo un bife bien ancho. Hay materia que cambia de forma. Mutación. Nueva etapa de la muerte. Una vida tal vez desconocida para la misma vida. El filo se detiene y hay un giro de pestañas que me dá de lleno en las pupilas. Ya sos una especie de monstruo, dice el carnicero. Y empuñando la hoja que inventa asados vuelve a señalarme los pasadizos que ya conozco. Los tuneles ovalados de huevos de gallina, los pollos al horno en guerra de mandarinas con cazuelas de mariscos. Con la habilidad que hace único a cada fóbico eludo esa raza llamada “gente que compra”. Piso mosaicos. Vereda. Llovizna sin previo aviso. Y respiro profundo antes de comenzar a correr. Atrás queda el Mercado del Progreso. La cordillera. El perro ahorcado sobre el puente. Un rojo blando separado del blanco astillado.

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