La Puntana

La necesidad de ser abrazado le llega como una convulsión. Un escalofrío teñido de descarga eléctrica. Y la sensación se abalanza sobre su pierna renga como una telaraña carcomida por el desaliento. Ese pedazo putrefacto de venas y carne surcada por hormigas imaginarias que levanta la basura de las baldosas mientras devora zapatos y huellas que se hacen un sendero que raya el pedregullo.

El mismo sueño está de regreso. Sólo que ahora una correa negra le cruza la cintura y, atado, apenas puede permitirse entreabrir los párpados para superar el vidrio sobre el que yace apoyada su cabeza.

No hay salvaguarda. Cientos de automóviles esculpidos en chapas podridas lo enceguecen mientras esperan el verde del semáforo. Gomería. Restaurante. Chivito a la parrilla. Wal-Mart. Luz de neón que se niega a morir bajo las piedras desatentas que lanza un niño descalzo.

Quiere gritar, pero no hay voz. Apenas un pecho que sube y baja debajo de la tela blanca que lo protege del calor y dos cables conectados a cada oído. Ni siquiera estira los labios. Sabe que hay dolores que no están hechos para la palabra. Queda contemplar los paredones blancos que se suceden del otro lado del vidrio ahora en movimiento. Mujeres gordas que sonríen mientras se llevan la mano a la boca para mentir la ausencia de un diente.

Acepta el juego de piernas desnudas que atraviesan calles que de pronto se hacen lejanas. Y sobrevive a la imagen que vuelve. El temblor. La sacudida que oprime el estómago y seca los lagrimales. Que siembra de pasto negro la misma llanura de mejillas que alguna vez cobijó la risa que derrotó al mundo.

La única.

Alguien levanta la mano y saluda sin verlo. El cristal se detiene, pero no la vida que se burla de las transparencias. Vuelven las piernas, aunque ahora cargando bultos negros que doblan brazos y alientan el sudor. Una, dos, tres, cuatro botellas se descorchan y el líquido rueda de mandíbula en mandíbula. Otras manos se alzan. Suben y bajan: crean el viento que aleja nuevos vidrios y maniatados sin voz que sólo tienen el don de mirar.

Cuarentón, barriga, canasta de mimbre. Vende salamines y queso. ¡Quince y treinta y cinco pesos, señó! Compra esperas con los mismos círculos de bronce que algunos gustan entrechocar en sus bolsillos. Dos niños de rodillas, lamiendo el piso tapizado de cigarrillos mal pisados, le atenazan las pupilas. Eleva la mirada y el techo de la angustia asoma como una montaña azulada cercada de bosques enanos.

Más abajo, la roca es una mujer semivestida de arbustos sobre los que duermen su mejor pesadilla los agudos colmillos de la yarará. Enlazado, vuelve a la velocidad. Y la desazón lo sorprende mientras atraviesa los monumentos deformes de una plaza en penumbras.

Forgive me. Forgive me, estalla Metallica en los oídos. Los cables ya superaron el tímpano y se pierden como lombrices sedientas de humedad entre los tuneles nauseabundos del cerebro.

Un automóvil abandonado al costado del cristal en movimiento le quita el sopor. Antenas que crecen de la tierra como lanzas sin filo. Sables estúpidos para gigantes de piedra caliza que murieron ahogados en la sequía del último invierno. San Luis...

...se hace una madeja de puentes maltrechos que encubre cientos de ríos que nadie atravesó a brazadas.

El agua siempre escasea para los curiosos que amanecen con sed.

Vuelven los taxis destartalados que llevan con simulado orgullo una franja bordada con los colores de la bandera argentina. Parques de hierba quemada por el sol y fuentes que añoran canillas abiertas y lluvias tan profundas como el llanto de los desenamorados.

El vidrio ahora lo arroja sobre árboles colmados de adolescentes que escupen por los poros el fuego de sus hormonas. Y liberan verbos desnudos sobre los transeúntes desconocidos que mejor mastican el acento mentiroso de la capital.

Cabellos aplastados contra los párpados. Pezones de mármol que pugnan por desgarrar las remeras blancas de las colegialas. El puede verlo todo: la juventud pastando en las plazas mientras el sol lastima hombros y cráneos. Contemplación desde una cercanía insoportable.

La atadura se vuelve un cerco incandescente que pelliza los sentimientos. No quedan caminos vecinales ni cabras vírgenes que descubrir. Tampoco edificios levantados sobre la espalda de la montaña que aseguren una caída al vacío salvadora.

Queda la quietud. El grito que extiende los pulmones como una manta capaz de resguardar al cuerpo de la nieve invernal. Infla el pecho otra vez. Maniatado. El sueño que retorna y, como un hombre de la bolsa desértico, sopla arena sobre los ojos. El paisaje se hace un cementerio de ataúdes desenterrados y los ancianos silban canciones para los muertos que regresan.

Doblado sobre sí mismo, se entrega a esa remembranza que vuelve cuando se le antoja. Pero que desaparece si es invocada; cuando la memoria del soñador trata de apoderarse del recuerdo para reconstruirlo de principio a fin.

Se despereza y cumple mayoría de edad la incertidumbre... por ese sueño que sólo puede existir como tal.

La puntana que, desnuda, vuelve a trepar por su cintura y, dándole la espalda, inicia la cabalgata feroz que habrá de sumergirlo para siempre en el ayer. La mazmorra en la que mueren de hambre los últimos hijos que la felicidad no alcanzó a abortar.

Perdura el anhelo.

Y la necesidad.

De volver a ser abrazado...

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