The Cure en Buenos Aires, Argentina



He visto a The Cure. Banda sonora de los tropiezos, caídas, reincorporaciones, saltos, angustias y abrazos de estos últimos años. A lo lejos, en su bruma, Robert Smith se me hizo el mismo chico que, como yo, sobrevive aterrado por ese cuerpo de hombre que crece a su alrededor. Sentí, de alguna forma, la misma incertidumbre por los años que pasan mientras uno sigue jugando a no aprender. Por ese tiempo que, avaro en su ventaja, de una patada nos hace caer por el precipicio de la madurez. No tenemos de dónde agarrarnos. No. Jamás tendremos esa posibilidad. Hay que inventarse alas de brazos y planear como se pueda para que el aterrizaje duela lo menos posible. “Buscar algo que se ha ido para siempre, pero algo que siempre buscaremos…”, pronunció Robert en un tramo de From The Edge Of The Deep Green Sea, la canción que más amo de The Cure. Un jeroglífico de mi vida. Anoche sonó en el estadio de River Plate. También hubo Disintegration, y la melodía que me acompañó en mi primera travesía por Colombia, hace menos de un año: Fascination Street. Hubo un viaje a través de un mapa de canciones que significan algo más allá; algo que jamás sabré. Pero que me definen y me salvan a partir de ese desconocimiento. Hubo una emoción que pesó exactamente tres horas de recital. Hubo una película, la mía, que se proyectó entre acorde y acorde sin ahorrar ningún detalle. Una vivencia atrás de la otra encadenada a la voz de un maldito chico encantador. El final de esa película, hasta ahora, es feliz. Feliz. Y será así, según Robert Smith, padre amoroso de la ilusión que se fue, por alrededor de One Hundred Years. Ojalá dure mucho más.

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